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La resonancia de Verlaine

David Aller

En los últimos años del XX se gestó, en los principales suburbios franceses (y en algunos buenos colegios con el chubasquero contra la cultura rap agujereado), una nueva lengua, el verlan, resultante de manipular y deformar la ya existente, el mismísimo francés, al que se le añadieron aportaciones de lenguas vecinas o putativas, como el inglés o el árabe. Hay en toda manipulación un gusto por el contacto, una querencia por convocar una refriega, perfilar un corte, derrotar una temperatura, abrir una carne: los hablantes son insaciables, la insatisfacción es combatible. Para ello, uno puede fundir pieles, significantes; cambiar de postura, de palabras; ser creativo, inventar. El proceso de invención de esta nueva lengua, que devino en herramienta levantisca, consistió en una especie de juego de niños en el que las reglas variaban en función de. La arbitrariedad, en tanto un convenio infantil, sirve a un propósito adulto. Podría decirse, para defender la idoneidad de una aportación léxica o de una nueva posibilidad gramatical, que «en mi casa se juega así», y la tómbola de la norma permanecería inamovible.

Asistir a la mutación de una lengua, a su feroz mitosis en manos atrevidas, no debería violentarnos: reivindica una intención. Quien desea protestar dispone de medios, aunque resulte paradójico que se desprecie el más efectivo artefacto conocido: hacerse entender. En esa dirección, estas torrenteras de jóvenes no pretendieron abandonar los extramuros en los que fueron dispersados, pateados, olvidados, paridos, pero confiaron en pasar lo ininteligible por perfectamente comprensible, y someterlo a una transformación victoriosa: hacerlo propio, verdaderamente mío, nuestro. El llamamiento no es solamente una rabieta y un mecanismo críptico: es una denuncia desde la periferia social. Y en el grito iletrado está el leitmotiv: para prosperar ni siquiera se necesita el idioma oficial, histórico, dominante, maternalmente impuesto por los padres de la nación. Basta con darle la vuelta, como si fuera una prenda de ropa interior sobre la que pasan los días y lo orgánico deja huella.

No habría sospechado Paul Verlaine, el sempiterno y penúltimo poeta maldito (no maldito poeta, sí tapoe todimal), que la prosodia de su apellido fundaría un movimiento lingüístico suburbano y díscolo. Quizá, antes de juzgar el descaro iconoclasta de unos jóvenes con iniciativa, antes sobre todo de que intervengan las fuerzas políticas con propuestas salvadoras, sería interesante entender que, al darle la vuelta a la estructura silábica de una palabra, se está exhibiendo no solo una intención, que ese cambio opere, sino también un objetivo, la lucha: que además funcione. Quien invierte un sustantivo bien puede invertir en juventud. Quien mezcla idiomas bien puede mezclar pueblos. Quien cambia una semántica bien puede cambiar un mundo, incluso vistiéndose la misma prenda interior, una y otra vez.


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© 2014 por DA

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