El caleidoscopio Trump
Juzgar a Donald Trump bajo el edredón de la soberbia europea conlleva riesgos: desde equipararlo a los genocidas del XX a relacionarlo con modelos de gangrenoso carisma en Gran Hermano Vip. Al transustanciar al electo presidente en Goebbels o Gil y Gil se colige que el pavor proviene de la estética, y que su jaleo connatural nos hunde un poco más en la trinchera. El mundo será menos modélico con Trump al frente, pero será difícil que sea más machista de lo que ya es, aunque se disimule peor.
Tal vez cuando gobierne descubramos que, en realidad, todo sigue igual, y que el muro que prometió consiste en una mano de pintura sobre el que Clinton levantó. Que el alarmismo, como el cambio que se anuncia, está en lo formal: entonces podremos empezar a desmezclar la educación de los modales, los valores del discurso, el pensamiento de su manufactura, porque, incluso en el caso de Trump, lo que uno dice no es suficiente para saber lo que piensa.
El mayor horror de Trump es un efecto rebote, espasmódico: nos permite mirar –sin el disimulo del talante, sin el efecto sedante y embriagador de una seducción– a través de un caleidoscopio esofágico, intestinal (y no uno cualquiera, uno ejemplar en la superposición de capas orgánicas): todo aquello que sufre la rigurosidad del pudor y la decencia, en él es dominante. Toda miseria en él es hegemónica. Y no le importa. Muy al contrario, se enorgullece de no haber cambiado, jamás, el alambre de espino por el astracán. Ahora puede estar seguro: millones de personas, tras mirarlo y mirarse a través de su caleidoscopio, le han dado el sí, porque tampoco les importa. La vulgaridad ilusiona: es menos complicada que las alternativas reacias a la industria del espectáculo, y también más auténtica.