La mujer (de)
La mujer (de) (Jorge Salinas, Cincómonos Teatro) se indicia como una refundación del dogma trinitario: tras borrar la sombra de la teología queda la funcionalidad alegórica. Al tiempo que la tríada se postula al contraservicio de su exégesis histórica, presta vasallaje al monólogo interior y a la arquitectura de la obra. La división hipostática se transforma en un brillante recurso escénico y narrativo: el flujo de conciencia (torrente, desbordamiento, inundación) se separa en tres cauces que se cruzan y se interrogan y se quebrantan y se temen. Que se inquieren y huyen y se reencuentran y arrostran el recuerdo, las espinas, el tiempo y su equipaje: en esta confluencia mágica de aguas navegan las corrupciones que conducen a una mujer (anónima, representativa) a la porosidad provecta de la muerte, pero entre aquellas mareas también navegan sus ilusiones, a la deriva y en la impiedad.
Tal vez el acierto más subrayable no esté en la intensidad dramática, en la lúcida propuesta narrativa o en la languidez ambiental –y bella en coherencia–. Puede que tampoco esté en su lenguaje vacunado de derrotas y lagrimones como hipérboles, y que ni tan siquiera esté en la irrefragable camaradería dialéctica de sus protagonistas (trepidante, arrolladora, mortal). Tal vez haya que reconducirse por la vía del monólogo interior y proteger una definición sencilla, emocional.
La clave de lectura surge en los instantes finales: tras maquillarse para enfrentar su decisión, la mujer (de) nos pide que nos escuchemos respirar, a la sordina el aire que se entrecorta y aliquiebra. Es entonces cuando el espectador puede recomponer su conciencia (manipulada, removida, pisoteada, también extrañamente iluminada) y darse de bruces con la verdad.