Roberto Bolaño en el tiovivo
Quién sabe cuánto falta para que Roberto Bolaño termine de morir. Su muerte todavía es un círculo abierto, una trama demediada, un párrafo que convierte cada punto final en un punto y seguido. Un tiovivo que lleva trece años dando su último giro. Su muerte es como la póstuma 2666 –inconclusa, una estrella distante en una lámpara incandescente– y su final se epiloga sobre el papel a la busca de un terreno todavía ágrafo. Del gotero se deslizan las novedades editoriales, los ejemplares inéditos que interrumpen su muerte, los desencuentros entre quienes estuvieron a su lado cuando en julio de 2003 su voz se volvió pasiva. El yacimiento en el que se ha convertido su obra tiene una doble etimología: la del mismo Bolaño, entre el mito y el fósil, y la de su narrativa, la última gran reserva de crudo hispanoamericano.
En El secreto del mal –obra perteneciente al vastísimo mundo editorial del Bolaño posterior a Bolaño, ese período de entrevida o entremuerte o limbo crematístico y romántico–, Arturo Belano –detective salvaje y poeta infrarrealista, espejo de Bolaño– regresa a México D. F., donde busca al difunto Ulises Lima en la que fue su casa. Mientras espera en el rellano que se abra la puerta de su amigo, tres tipos salen del domicilio contiguo y le preguntan si busca a Ulises, a quien, dicen, lo atropelló un Impala negro dos años atrás. Belano declina la invitación de los vecinos a beber cerveza (a su hígado le quedaba una última elegía), pero entra con ellos en su vivienda: se sienta, a un rellano de distancia de su amigo, permanece en silencio y lo acompaña, subido al tiovivo, una vuelta más, el último giro, y mientras los tipos le cuentan que fueron sus últimos discípulos, Arturo Belano calla y Ulises Lima termina de morir.