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Un museo en Moscú

David Aller

Cuando se despierta le duele la cabeza. Se le escapa un pequeño eructo que no rompe el silencio sepulcral. Mira a su alrededor, Eva está sobre el sofá, tendida, en paz. Le acaricia la frente y da un paso atrás, desconcertado. Está helada. No debería estar tan fría, ¿cuánto tiempo ha pasado? Sale del despacho, mira a un lado y otro del pasillo, no se ve un alma. Está perplejo, nadie lo ha despertado. Su siesta debía durar quince minutos, los reglamentarios; ¿cuántas horas han pasado? Es impropio de él, nunca se había sentido un holgazán. Qué pensará el mundo de mí si esto llega a saberse, piensa. Empieza a gritar, la última de sus habilidades que no se resiente. Recorre el pasillo, abre puertas, sus compatriotas permanecen sentados, tumbados, abrazados: al verlos se desgañita, su deliberado arrebato furioso le hace sentirse un poco mejor consigo mismo. Nadie contesta, nadie se inmuta. Están todos muertos.

Va a la habitación de José y Magdalena, donde yacen sobre la cama matrimonial, junto a los niños. Agarra a José de las solapas de la chaqueta y lo zarandea. Le recuerda que sus órdenes eran claras, nadie podía suicidarse antes que él. Maldito cojo, masculla, y se va, alguien debe asumir las responsabilidades, qué vergüenza de compatriotas. Cómo han podido dejarlo dormir tanto tiempo, cobardes. Ahora los rusos podrán hacer sabe Dios qué barbaridades con su cuerpo, embalsamarlo y convertirlo en una atracción turística, verbigracia. El tembleque no ceja, se violenta. Tal vez construyan un museo y él sea el único eje. Lo que más le hace sufrir es pensar en lo que hará su archienemigo, el malvado José, con los ingresos. Pensar que va a llenarle la despensa le revuelve las tripas. No obstante, recapacita: la solución no es tan aciaga. Prefería la gasolina, pero estar en un museo y ser una atracción turística no es un mal final y, sentimientos aparte, Moscú es una gran ciudad.

Antes de tomar el cianuro se ocupa de su imagen. No hay tiempo para duchas, pero no desfallece: se asea por parroquias, se cambia la camisa, se recompone el uniforme, ensaya con la cera de caballo un nuevo flequillo, menos cortinado, más occidental. Recorta y ultima su bigote, se hermosea el semblante y esgrime una leve sonrisa. Un aire un poco más juvenil, para sobrevivir al tiempo. Si van a embalsamarlo prefiere ahorrarles trabajo y evitar tentaciones malintencionadas. Vuelve a su despacho, junto a Eva. Se sienta tras la mesa, adopta una actitud solemne. Abre el pastillero y durante un rato deja rodar la solitaria cápsula. Contempla sus movimientos, cómo choca contra las paredes. La interrupción de su rotación encierra una justicia poética: su fin será el fin del mundo.

Se oye una explosión, pero no es como las anteriores, que sonaban cerca pero fuera: esta retumba cerca y dentro. Son los rusos, ya han llegado al búnker. Es consciente de que vienen a buscarlo, pero ya no maldice haberse quedado dormido, ahora siente alivio de que no lo despertasen ellos. Pudo ser peor, se consuela, aunque de pronto teme que incineren su cuerpo y se deshagan de las cenizas. Siente pánico. No, no, el museo es el destino idóneo. Cierra los ojos y desea con toda su ilusión que a su homólogo soviético, el malvado José, se le ocurra la misma brillante idea. Y halla un último consuelo: la gente culta sabrá leer la historia.

Suenan pasos en el pasillo. Decide apartar de su mente los lúgubres pensamientos, es hora de terminar, la guerra se ha perdido, pero la recompensa será eterna: un museo en Moscú. Abre la boca y duda si masticar la cápsula o tragarla. Opta por lo primero, los pasos detrás de la puerta son incesantes. Al romper la cápsula con los dientes percibe el chasquido, y siente una casi imperceptible sensación de alivio. Al instante nota un sabor azucarado, con un irresistible aroma de menta. Los ojos se le abren de golpe y recorre con la lengua la dentadura, atónito: nunca ha probado el cianuro, pero deduce que no sabe así. Debe de tratarse de una broma. Menuda mierda, piensa. Recuerda que fue el capellán quien le dio la cápsula, y se caga verbalmente en Dios. Lo invade la cólera, pero no queda tiempo para formalidades, su posteridad está en juego y, dadas las circunstancias, le conviene no gritar. Intenta recordar dónde dejó la pistola, pero no la ve a mano. Siente un frío helador en la nuca, la tiritona se expande desde el brazo al resto del cuerpo. Contiene la respiración y mira al frente. Entonces alguien llama educadamente a la puerta.


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© 2014 por DA

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