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Cuando emprendas el viaje

David Aller

Cuando bajé del coche estaba ahí. Treinta años después lo vi, y era de verdad. Durante este tiempo ha habido indicios para no cuestionar su identidad, pese a que la fiera rutina se empeñase en lo contrario: ¿por qué creer en su existencia si nunca lo había visto, si no estaba, si en realidad habitaba como evocación, como palabra? A mano estaban las fotos para defenderlo, la partida de nacimiento, el libro de familia, la burocracia, pero no obstante Amer se componía en una morfología fantasmal. Y también estaban los mapas, en los que de pequeño fisgoneaba con la ansiedad de quien esculca el rastro de un tesoro. ¿Y si mi origen era obra de una conspiración, de un montaje, de un teatro? ¿Y si era una invención, una figura simbólica que sirviese con un propósito del que no se me informaba? Amer era, en un duelo de contrarios, inexistente en su existencia, presente y ausente, un dechado de paradojas, de agentes que se requieren y no se interpelan, la misma quimera de lo indispensable.

Amer ha conformado durante mi vida una ilusión cuyo alimento han sido las narraciones familiares. En el imaginario familiar se ha esgrimido como el mascarón de una época que me afecta con extrañeza: Amer no puede ser tan especial y a la vez indiferente como para quien de allí vino pero nada recuerda, nada se trajo, nada le fue devuelto. La constante alusión a su huella fue el amigo imaginario de mi niñez: en vez de inventarme una compañía, yo me inventé un abolengo. La ficción de mi infancia fue la invención de un pasado histórico. En primaria podía echar la vista atrás y recordar. La trayectoria era lo bastante larga, descollante. Ese origen simbólico es el abecedario de mi vida.

Entre mis compañeros de colegio la pregunta era rutinaria: ¿Amer? El nacimiento de ellos se debatía entre el Caramiñal, residencia habitual, y el Hospital General de Santiago de Compostela, lugar quisquilloso de la venida al mundo. Amer, en Girona, suponía una singularidad que se hacía notar. Nadie disimulaba el desconcierto: una cosa era A Coruña, Pontevedra, incluso Lugo u Ourense, también Madrid y Barcelona, pero ¿Amer? ¿Qué es eso? Las preguntas sobre Amer derivaron en una inevitable cosificación: Amer no era un lugar, ni siquiera una posibilidad, era una cosa. Una cosa en el discurso (tal vez también en el espacio y tiempo) que se ligaba a mí de una forma que no se terminaba de entender, que no se terminaba de explicar: era fortuito y circunstancial en la medida en que era esencial y decisivo. Era al tiempo que no era. La verdad sobre Amer se fragmentaba, y esa incertidumbre no era óbice para que mi crecimiento prosiguiese su curso: por cada parte de Amer cuatro partes de sopa y de tortazo en estirón.

Amer fue un asidero inmaterial, firme, garante, y en su molde me dejé caer. A falta de raíz obtuve dispersión. Pronto vislumbré el favor: la raíz limita, arraiga, y la dispersión abarca, expande. De ese modo podría decidir, sin prisa, sin convocatorias externas, algo que parecía encerrar una magia: de dónde vengo. La procedencia, no obstante, en este mundo absurdo, explica (e ti de onde ves sendo?). En la suerte triangular de procedencias me he sentido cómodo, pleno, díscolo e indómito, y ya luego podría entregarme a quien más me mereciese. Esa procedencia es un fantasma, una mistificación: nadie viene de una roca caliza, ni de una ría, ni de un meandro. Nadie es hijo de un abedul ni de un sol ni de una sombra. Nadie viene de una bandera. Todos venimos de una sangre, de un vientre, de una mezcla. Todos procedemos de una mancha.

Y al levantar la vista sobre el parabrisas Amer estaba ahí, entre montañas, bajo el sol meridiano, entre el silencio y el eco, donde un manto esplendente lo envuelve y confina sobre el terreno. En su asiento se deja ver, con timidez, y de rebato surge aquello que puse en duda, lo más irreal de cuanto le presupuse: viviendas, calles, señales, plantas, farolas, individuos. En Amer hay personas. Y hay pueblo. Descubrir su mundanalidad no estropeó el hallazgo: el origen se concretó, el vientre se hizo ladrillo. La mancha se hizo avenida. ¿Hay algo de mí en ese pueblo? No hay nada. ¿Hay algo de ese pueblo en mí? Todo.

Construir una leyenda sobre Amer ha sido decisivo en mi desarrollo narrativo (parafraseando a Bécquer, ficción eres tú). Esa idealización consentida, compartida, irrenunciable, fue la larva de la que surgió el gusano, el bicho, la tenia literaria que sestea en mis intestinos y, de cuando en cuando, suelta una dentellada. En el transcurso de esta travesía interior Amer fue Ítaca, Amer fue la Atlántida, Amer fue El Dorado. En Amer nos hemos reunido, durante treinta años, para construir una narración familiar de recuerdos y sueños y melancolías y epopeyas y victorias y derrotas. Una diégesis de alegrías y penas. Lo más interesante de esta poesía épica es que, en realidad, no lo hemos necesitado. Su carácter simbólico revaloriza una realidad disímil: la atadura a la imaginación, la dependencia del oxígeno y de la asfixia, la libertad de quien habita entre barrotes apológicos.

¿Podría Amer, el pueblo, decepcionarme? De ninguna manera. Al pisar su suelo lo supe: es un decorado, un espacio narrativo, la realización visual de una fantasía. Amer es mi fábula y el primer telón de nuestra escenografía. La anciana de 94 años que se interesa por nuestro vínculo con el pueblo es un personaje secundario, necesario para la prosecución de una ilusión, y es que hoy, como todos los días al despertar, Amer sigue ahí. Tal y como lo dejé, tal y como me dejó. Tal y como nos recuperamos con cada vistazo atrás.

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© 2014 por DA

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