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La creación

David Aller

Levanta la vista del papel y siente una punzada bajo las costillas, a la izquierda del esternón. Se lleva la mano a la carne, la aprieta, es abundante, es blanda, es una reserva, piensa, pero ¿de qué? Alza la vista y mira en derredor. Su despacho es amplio, colonial, se accede desde un pasillo a través de una puerta corredera, a ambos lados hay ventanales, en el centro está su mesa, el sillón de cuero, detrás la chimenea, sobre ella un espejo y tres retratos enmarcados. Las paredes están repletas de estanterías, y en ellas hay libros, fósiles, recuerdos de sus viajes, muestras biológicas, conchas, ciencia. Incluso hay un cráneo humano. En la chimenea resisten los últimos rescoldos, en la lámpara de aceite el fuego se aviva. Se fija en la llama, y no soslaya la metáfora: toda la energía del universo se concentra sobre su mesa, dentro del cristal. La luz ilumina, pero es perversa y también oscurece. No puede permitir que nada lo entenebrezca. Al momento se le empañan los ojos, pican, los rasca con los dorsos de sus pesadas manos, que en estrépito caen sobre el tablero de madera. Agarra el manuscrito, un haz de cuartillas sin coser, y esgrime una sonrisa melancólica. Una vida entera, en cada línea hay esfuerzo y sacrificio, en cada línea están su ambición y sus sueños, ¿habrá valido la pena? La punzada bajo las costillas no le ha impedido terminar el libro, tiene que haber valido la pena, piensa. Le gustaría que Emma entrase en el despacho, somnolienta, y que se lo repitiese, Carlos, descansa, trabajas demasiado, no es bueno, y por una vez responderle, sí, claro, ya está, mañana viajaré a Londres, llevaré el libro a la editorial. Ella sonreirá, aliviada, al fin, pensará, esto termina, desconocedora de lo que espera: en realidad todo comienza. Entonces tal vez falte lo más duro. ¿Está el mundo preparado para conocer lo que ha escrito? El hombre desconoce la verdad del hombre, piensa, y siente orgullo. Sabe que no se equivoca, que no puede haber otra explicación, que su trabajo es solo el inicio, un paso que la humanidad debe dar. Es hora de convocar la responsabilidad de todos. Aprieta fuerte la mandíbula, espera no estar solo en este momento crucial de la historia. Muchos lo tildarán de loco, querrán quemarlo. Teme que su fortaleza interior ceje en algún momento, que la presión lo supere, pero confía en que la integridad se mantenga a su alrededor y que su familia y amigos impidan que se venga abajo.

La noche es dura, retumbante, fría. Recuerda sus años en el barco, cuando navegaba los océanos, cuando cada nueva isla era un hallazgo, un misterio, una revelación. Un contenedor de verdades asombrosas. Recuerda las Galápagos, y por instinto se pasa la mano por la frente, como si se enjugase el sudor. Sonríe al recordar que extrañó el frío inglés. Afuera atruena el cielo, pero no es supersticioso, no piensa que alguien esté enviándole un mensaje. No hay nadie ahí arriba, nunca lo ha habido, repite a menudo, como si hallase una homilía fértil que lo persuadiese. Su libro es un paso determinante en el largo camino que deshará una mentira histórica. La tormenta avanza tenebrosa sobre la casa de Downe, en el distrito londinense de Bromley. Se levanta para echar más leña al fuego, y entonces oye la aldaba de la puerta impactar. Dos golpes, secos. Se gira como si el visitante ya estuviese en su despacho. Su gesto se torna preocupado, quién será, no son horas de ir a casa de nadie. Hace tiempo que la medianoche quedó atrás. La tormenta arrecia, a través de las ventanas entrevé el jardín sufrir. Teme por las gardenias, aprovechará sus días de descanso para recomponer las jardineras. Sale del despacho, recorre el pasillo en dirección a la puerta, que retumba de nuevo. Quien aldabea detrás es un insensato, piensa, despertará a Emma y a los niños. Sujeta el picaporte y tira de la puerta, que emite un sonido pesado. El frío cortante se cuela y le agudiza la punzada del pecho. Le resulta impactante, como la vez que atravesó Cabo de Hornos. Ahora el ruido de la noche es más clamoroso. Mira a través de la puerta entornada. La humedad de sus ojos se seca al contacto del aire: a media distancia un ser con gabán se esconde en la penumbra. Una capucha holgada cubre su cabeza y sume su rostro en la oscuridad.

—Buenas noches, Carlos. Me gustaría hablar contigo de tu libro.

El visitante pronuncia Carlos con una familiaridad extraña, un acento admirable: es la neutralidad hecha voz. Carlos percibe una equidad superior, cenital, ecuménica. Es una voz por encima del bien y del mal, como si no se emitiese desde el interior del gabán, como si se emitiese desde el interior del origen mismo de todas las cosas. La voz del universo a un metro escaso en una noche aciaga.

—¿Es usted de la editorial?, ¿le parece que son horas? —pregunta Carlos con su voz ronca, agostada, académica, y su interlocutor niega con la capucha—. Debí suponerlo, esas vestiduras y su voz lo delatan, ¡es usted de la Iglesia, de la de aquí o de la de Roma!, ¡me da igual! Que sepa que no acepto presiones. Buenas noches. —Carlos traga hondo, intenta recuperar el aliento y se dispone a cerrar la puerta. El visitante se adelanta.

—Espera. Dame un momento. No soy de la Iglesia… no exactamente, aunque parecido, por desgracia. Es difícil de explicar. Vengo con ánimo dialogante, he leído un adelanto de tu libro, y me ha gustado mucho, creo que has hecho un trabajo formidable. —Carlos suelta el picaporte de la puerta y se muestra receptivo, aunque desconfía: regalarle los oídos puede ser una astucia para embaucarlo. No obstante, lo invita a pasar—. No, gracias, aquí estoy bien, esta noche no tengo el rostro muy inspirado, la luz artificial no me resulta favorecedora.

—Hágame caso, o cogerá una pulmonía —sugiere Carlos.

—Es difícil de explicar, pero… yo no puedo enfermar.

—¿Quién es usted? ¡Muéstrese! —inquiere nervioso.

—No puedes publicar tu libro, Carlos.

—¡Lo sabía, maldito sea usted, por todos los dioses, fuera de aquí! —A Carlos lo invade la furia, pero debido a su mala salud es parentética. El visitante le pide, por favor, que haga un esfuerzo por entenderlo, y Carlos replica que no hay nada que entender—. ¡Es una injerencia inaceptable, soltaré a los perros si usted persiste!

—Para mí tampoco es fácil, esos locos de la Iglesia enloquecen a la mínima. ¿Está bien dicho, esos locos enloquecen? A veces me lío con la lengua extranjera. A lo que iba: yo sufro muchísimo. Si llego a saber que iba a pasar esto, y no me refiero a tu libro, sino al caos general de la vida, nunca hubiese inventado el mundo.

Carlos retrocede medio paso y los ojos se le enturbian de incertidumbres y vacilación.

—Quién es usted, cómo se atreve a blasfemar en casa ajena, muestre su rostro, esta broma no tiene gracia, ¡soy un científico respetado, nadie se burla de mí!

—No puedes desmontarme el Génesis, sería un drama. La gente ya empieza a dudar de mí, tienes que entenderlo, yo no puedo llegar y presentarme delante de todo el mundo, así sin más. De verdad, no es nada personal, intento hacer bien mi trabajo. Te daré lo que pidas, pero por favor, destruye el libro.

—¿Que no puede qué? Soy un hombre gobernado por la razón. Razonemos, caballero. Si fuese verdad lo que dice, y yo no me viese frente a un impostor, si usted fuese quien no puede ser, porque quien insinúa ser no existe, presentarse en directo ante sus siervos sería una manera irrefutable de demostrar que en efecto es quien no puede ser porque quien insinúa ser no existe. Y además, si mi libro le pone en aprietos, es porque usted no existe, como se colige del hecho de que no exista quien insinúa ser.

—Me he perdido un poco, perdona, a los académicos a veces cuesta seguiros el hilo. No sé muy bien cómo explicarlo, la verdad es que hasta a mí me cuesta entenderme, y entre tú y yo, puede que me haya apropiado de algunos méritos que no me corresponden, como la creación del hombre… que no salga de aquí, yo inventé el mono, y mira, quién me iba a decir en lo que iba a convertirse. En fin, que me lío, el caso es que sí que existo. Aquí estoy, de hecho. Y con respecto a presentarme en sociedad… ¿Tú sabes cuántos seres humanos habitáis el mundo? Ponte tú delante de esa tropa abigarrada: me caerían algunos vítores, pero también alguna pedrada. Y no te rías, yo también tengo mis inseguridades. A veces pienso que todo esto se me ha ido un poco de las manos. No estoy preparado para semejante barullo.

—Bueno, si de verdad usted inventó el mono… eso cambia mi percepción, vaya por delante mi respeto y admiración para el creador de una criatura tan fascinante y poética. No obstante, con respecto al libro no puedo hacer nada, lo siento. Es mi responsabilidad informar al mundo de las conclusiones científicas a las que he llegado. Todos los chimpancés con los que he convivido merecen respeto y voz.

—En serio, ¿qué más te da? Esto solamente te va a traer problemas, y la posteridad es un muermazo, créeme. ¿Haces esto por ego, por vanidad, por megalomanía? Si es así podemos negociar, me paso la vida negociando con tipos delirantes y faraónicos.

—Lo hago por responsabilidad. No hay nada que pueda ofrecerme. He trabajado mucho, merezco la recompensa del trabajo bien hecho.

—Verás, mi naturaleza es pacífica, pero a veces se me nubla el pensamiento y aparecen rayos y bolas de fuego por todas partes…

—¿Me está amenazando, señor? —Carlos cierra, como un resorte, su mano derecha, y al instante aprieta el puño.

—No, no me malinterpretes, con los años me he vuelto muy aprensivo, detesto la violencia, si ya ni me divierte lanzar plagas…, pero es que algunos sois muy obstinados, y cuesta. De todas formas, mi voluntad es óptima. Si me he personado en tu casa es porque me apetecía conocerte, creo que tu forma de pensar es extraordinaria, admiro tu trabajo, lo has escrito de manera brillante, pero no puede publicarse.

—Le agradezco la deferencia y la honestidad, sus palabras son auténticas y rebosan verdad y clarividencia, pero…

—Me vas a hundir, Carlos, de verdad que me vas a hundir. Ten humanidad, ¿es que no puedes ponerte en mi lugar?

—Lo siento, de corazón le digo que no es nada personal.

—No me destruyas el Génesis. La historia puede reescribirse. ¿Quién quieres ser? ¿Carlomagno, Cristobalito, Galileo? ¿Quieres ser Jesús de Nazaret?

De inmediato, la mente extenuada de Carlos siente un repentino renacimiento.

—Disculpe, ¿ha dicho Jesús? ¿Jesucristo? Se burla de mí, no puede hacer eso…

—Puedo hacerlo todo.

—Nunca querría ser Jesús, yo soy científico, no alborotador, pero sin embargo… creo que Adán conforma una debilidad en el Antiguo Testamento. Conste que el relato bíblico, si bien no soy crédulo de él, me parece fruto de un talento colosal. Mis bendiciones artísticas. Sin embargo, Adán es un hombre carente de carisma, errático, sin gracia. Tal vez si fuese mi viva imagen y llevase mi nombre, el cristianismo sufriese un repunte de adláteres.

Al oír estas palabras, el extraño visitante, presa de la alacridad, choca las palmas de sus manos, aunque en la práctica lo que hace es juntar las mangas del gabán y emitir un sonido compensatorio que, a falta de costumbre, consiste en la ovación de una audiencia multitudinaria, que a punto está de despertar al vecindario.

—Vale, pero tienes que afeitarte.

—No, me niego. Mi barba es mi marchamo y el orgullo de mi barbero. La de Jesús es notablemente pordiosera y dudo que usted se la pelee.

—En fin, si tú supieras… Cada vez que hablo con él sufro unas jaquecas imaginarias de campeonato. Nunca adoptes a un treintañero, a esa edad, más que una batalla perdida, es una aplastante derrota. Pero está bien, renovarse o morir, está bien. Gracias, Carlos.

—Y Eva tampoco me gusta, por los motivos antedichos. Presiento una revolución sexual en ciernes, y la imagen de Eva no se adecua a la modernidad de los tiempos. Le falta glamur. Ponga a la reina Victoria, el Edén y yo lo agradeceremos.

—No me pidas eso, por favor. Intento no meterme con la corona, la monarquía pasa de la desavenencia al cisma en un santiamén. ¿Qué te parece Ava Gardner?

—¿Quién es? Me temo que no he oído hablar de dama alguna con esas referencias.

—Ah, ya, comprensible. Todavía no ha nacido, pero te gustará. Traerá locos a los del próximo siglo.

—Así sea, señor, me fío de su criterio. Y en otro pero parecido orden de cosas, no voy a pedirle que ponga una fotografía mía en la Biblia, pero qué menos que cambiar el arte. Yo empezaría por Miguel Ángel.

—Por supuesto, pero sigamos el protocolo, que luego los arcángeles me llaman prevaricador. ¿Te parece bien comenzar por Tiziano? Puedo enviarte los bocetos en cuanto estén terminados. Tú confía en Dios.

—Gracias por las atenciones, eso haré, confiar, y por favor, aunque ahora me vea barrigudo y de escaso atractivo, no siempre he sido así. Dígale a Tiziano que me resalte los abdominales, como antaño en el barco. —Al recordar sus años allende los mares, Carlos recuerda su carrera científica, y un nombre surge con fuerza en su interior—. No sé cómo decirle esto…, tal vez haya otro problema: me temo que no soy la única amenaza. Mi colega Alfred Wallace está próximo a publicar un libro muy parecido al mío, incluso mejor.

—Sí, lo sé, ya me he ocupado de eso. La negociación con él fue más fácil que con Mendel y Lyell. Alfred me pidió una nueva identidad a cambio de destruir sus investigaciones.

—Y ¿accedió a dársela?

—Por supuesto, Carlos, por supuesto. Le otorgué la vida de quien más ansiaba ser… ¿No has notado nada raro desde ayer?

—¿A qué se refiere?

—A tu interior, Carlos, a tu interior. ¿Estás seguro de que sigues siendo quien realmente crees?

Carlos siente, durante una brevedad, la fuerza paralizante del miedo. El caballero del gabán retrocede despacio y Carlos, en un arrebato de supervivencia propio de los más aptos, echa a correr. Mientras se desboca hacia su despacho el misterioso visitante desaparece bajo la implacable tormenta. Retumban los truenos, los relámpagos a lo lejos dibujan sombras, contornos, espectros. La furia del universo se ensaña con esta tranquila región de Inglaterra, pero Carlos no piensa que el firmamento esté enviándole un mensaje. En su despacho se detiene frente al espejo que está sobre la chimenea temblorosa, agónica. Se mira las manos, se toca la cara, sopesa con fuerza su barba, jadea. La punzada bajo las costillas se acrecienta. Se examina a conciencia, desabotona su camisa, abre la boca e introduce los dedos, incluso se descalza, repasa los lunares, los movimientos articulatorios, se tira de algunos pelos y se pellizca, pero no advierte ningún cambio. El fuego de la lámpara de aceite se aviva, intenta liberarse, arremete violento contra su mazmorra de cristal. La luz inflama la mesa. Carlos se sienta en la silla y sus ojos, tan pronto recobrados como perdidos, caen a plomo sobre el manuscrito sin coser. Su obra sigue donde la dejó. Se pregunta, durante un lapso, si no habrá negociado mal, si no será un error renunciar a tanta dedicación por un rato de Edén que, para ser exactos, ni siquiera va a disfrutar. Cuando cae en la cuenta de que no paseará en bolas con Ava Gardner, sin mayor preocupación que levantarse las hojas de higuera de las entrepiernas, repara en que, debajo del título, El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, su nombre está mal escrito. ¿Carlos Wallace?, pronuncia extrañado, y, sin tiempo para la turbación, la tinta comienza a borrarse.

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