Respuesta apologética por España
Juan Pablo Forner fue un modélico buscavidas ilustrado. Un hombre enhiesto, pundonoroso, peleón, con una admirable capacidad de adaptación al conocimiento: tan pronto pensaba una cosa como la contraria. Su lábil versatilidad intelectual y el paso del tiempo lo han colocado en un lugar áspero, incómodo: la historia salta, sin reserva, por encima de él. El pie de la excelencia se impulsa desde el último genio barroco hasta caer sobre el primer romántico. En medio, la nada. En ella, Forner. En él, un violento escribiente, ampuloso, capaz de impresionar a cuantos enarbolan su bandera sobre otras banderas.
Responder a la diatriba de Juan Pablo Forner es un acto impropio, ¿anacrónico?, inútil. Responder a quien respondió, a quien ganó fama por refutar. Contestar al contestador y llamar la atención del contestatario que, incluso muerto, todavía masculla réplicas. Oración apologética por España y su mérito literario fue un encargo del Gobierno, preocupado por las insidias vertidas contra España allá donde los Pirineos se fosilizan. El libro es un monumento al propósito que lo alumbró, restaurar el honor y el orgullo patrios, malheridos, y transmitir un mensaje: la pluma y la espada, la tinta y la sangre, el vítor y la palabra.
El contenido consiste en un entramado insulso, repleto de ideas manidas y dinamiteras. Un artilugio belicoso de incapacidad para arrostrar lo que de nosotros dicen que dicen, aquellos que fosilizan, los del país de los voltaires y los rousseaus. Se atreve Forner, con toda la autoridad que le confiere su acreedor, el excelentísimo Carlos III, a despreciar y motejar el trabajo de quienes nada han dicho sobre él, el de quienes no perderían un minuto en contestar una acusación –provocación– procedente de este lado de los Pirineos. La exaltación nacionalista no se resiste a la contradicción, y se llega al desliz, que vaga entre lo imaginativo y lo disparatado: en un momento de inspiración forneriana, una ficción cervantina se mezcla con un ensayo cartesiano, y de esa mezcla no sale nada. Sale Forner, y surge el apunte. Quién es Delacroix, verbigracia, y cómo se atreve a conculcar el oficio de Velázquez. Quién es Molière, verbigracia, y dónde se esconden quienes profanan el renombre de Lope de Vega al cuestionar su obra con la de aquel. Dónde hemos dejado los principios que nos han hecho grandes, admirables, la tribuna de legisladores, a la que Forner acude, tal vez extrañando los tiempos en los que la justicia era elevadísima y sagrada e implacable y sobre todo irreversible, tiempos en los que ningún Diderot hubiese prosperado, en los que ningún Montesquieu hubiese articulado media palabra. Quién se atreve a burlarse de nosotros por no formar un Newton, si somos responsables del oro, de las patatas, de la formación de esclavos, de descubrir América y salvarla, de darle otra oportunidad y un evangelio. ¿Acaso la ley de la gravedad impidió a nuestros valerosos descubridores dibujar el mapa del ecúmeno?
El propósito de convocar una suerte de fortaleza nacional contra los enemigos de la Iglesia y del Estado nos regresa a los hoyos más oscuros del tiempo. En esos agujeros negros de sentimientos heridos y monumentales ofensas se agravan las tribulaciones colectivas. Mientras Forner se entretenía como vocero mayor del reino, a finales del XVIII, infatigable para su proselitismo violento y deliberado, al otro lado de los Pirineos se gestaba la respuesta más noble, viva y valiente de un pueblo contra la estructura que lo oprimía. Dos siglos después seguimos esperando los primeros síntomas de contagio.