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La musa y la basura

David Aller

Tom Waits saca a pasear el cubo de basura porque le ayuda a desbloquearse cuando está bloqueado. Mete una grabadora dentro del cubo metálico y lo arrastra como un carrito porque confía en el cubo, confía en la basura, cree en la basura y en la música de la basura, camina por intuición y vuelve a casa, reproduce la cinta, escucha la cinta, escucha la música de la basura grabada en la cinta y la traduce –con la guitarra, la espumadera, la batidora, la cisterna, con sus cuerdas vocales de bourbon y alambre– a un lenguaje que entendamos los demás, y luego se carcajea de que es el único que graba directamente en la basura y que sus grandes canciones empiezan en el bendito cubo rebosante, porque él comprende el mensaje de la antedicha.

No se elude la genialidad, tampoco la impronta de pulsiones artísticas pretéritas: conocido es que Miguel Ángel escuchaba a una criatura implorar libertad desde el interior de un bloque de mármol. Esa criatura, cambiante, multiforme, atemporal, es como el espíritu santo: todo el mundo ha oído hablar de ella pero nadie la ha visto y nadie la comprende. Su invisibilidad y aporía conforman su existencia. Y, como los panes, se multiplica: también habita en los desperdicios que se generan en la casa de la familia Waits. En su transustanciación está su importancia: siempre sabe dónde situarse para que la escuchen. Para que la escuche quien ella elige. A los poetas les grita desde los intestinos, y si el poeta es poeta no la espanta ni una mala mahonesa. A Tom Waits le susurra desde el interior de un cubo de basura, y en el reciclaje está el prodigio: ese desecho se transforma en inventiva.

Tal vez así evite sentirse mal por el asunto del Audi. Cuando le preguntan responde que conduce un coche de anuncio, y que prefiere no hablar de ello porque es una historia aburrida. Entonces sobreviene el follón que le entretuvo con los alemanes, porque le ratearon una canción para el anuncio de su coche de anuncio. Dudas de si en verdad será tan canalla, venga a leer a Kerouac y venga a esparcir amor por las páginas de Burroughs y venga a ser vástago beat para luego conducir un Audi cambalacheado por treinta segundos de canción y una generosa cesión de veleidad. La pose funciona, aunque tiene sus momentos: si Burroughs se levantara de la tumba –horizontal– y viera al pícaro de Waits conducir su Audi de anuncio le pediría las llaves para dar una vuelta. Y se aburguesaría al instante, maravillado por el cambio automático de doble embrague, los faros de xenón y las levas en el volante. Waits lo animaría a que invitase al añorado Ginsberg para recitar unos versos, renovar confesiones o infusionar ayahuasca. La historia deambula entre la publicidad y la literatura, esa fina línea que separa la adhesión del recelo. Un cedazo que evalúa el grano y la paja. No obstante, la estrategia es buena. Y la literatura también. Eso y que cada vez que sonríes al tirar algo al cubo de basura, la criatura se engorda y un acusador de Waits se desvanece en el mundo.

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© 2014 por DA

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