Las palomas de Trafalgar Square vuelan diferente
Volaban diferente. Las palomas ya apenas vuelan en Trafalgar Square. Están pero no saben dónde. Van adonde no saben ir.
No van solas adonde no saben ir. El advenedizo las sigue. Y las mira. En la plaza le parecen otras, no son las mismas bajo su cornisa, no son las que posan sobre su pretil. Diferentes lejos de su ventana. Menos insolentes, menos groseras, más efímeras. Al extranjero le hacen breve gracia, variopintas, el breve color, adornan, la breve acuarela. Son más poéticas, como la breve fotografía. Sin embargo las aborrece. El advenedizo es el extranjero, el ser en la plaza que no es paloma. Ellas lo detectan, a las palomas sabidas las aterra. Hay un parentesco, una ventana entremedias, una inquina. Hay un espacio que compone el asco, donde el estigma enreda.
La niebla es polvo, el mar se ha secado, cuarteado. Peces extintos en las colillas pisadas. Una corriente en cada zapato. Entre el viento el hombre de huesos envueltos las mira. El hombre es el advenedizo y el extranjero. Parece un navegante, pero no navega. Importuna, con una cámara fotográfica, como un péndulo sobre el tórax. Un importunador sin sal en las batallas, sin tormentas en las heridas, con pólvora en los ojos. Un añadidor de incertidumbre al destino, un perseguidor de muerte y vaga poesía.
El advenedizo no es uno solo. El extranjero es más de uno. Son muchos. Se adocenan, como las palomas, pero sus heces no hieren el solado, tan solo contaminan el mar. Los peces comen colillas e intestinos líquidos, pero en Trafalgar Square los peces no importan. Importan los hombres, que cercan. Hombres valla, hombres bastidor, muralla, jaula. Hogar infierno, hombres electrificados que señalan con violentas garras. Las señalan en blanco y gris, en gris y negro, en papel negativo. Las señalan en rojo denso, en rojo viscoso, en rojo exangüe.
Las palomas de Trafalgar Square no vuelan diferente. No vuelan. Molestan, obstruyen, comen alpiste. Comen, procesan la comida, generan desperdicios. Intentan comer, procesan, expelen guano. Comida y porquería. Palomas y mierda. Conviene hacer algo. El esfuerzo que conviene es digno, digno y mortal. Esfuerzos urgentes, impostergables. Conciencia por que caigan, por su exterminio, por que a su aire, solo a su aire, le falte aire. Por una morgue en la plaza, como la de la ventana de la casa familiar, el cómodo hogar limpio de manchas.
Recogen, con el pico, migas y clavos en el cemento de piedra. Se alimentan de vida y muerte, mueren donde a nadie apuran, donde se pueden pisar sin convocar éticas. Donde hay terreno para que las vísceras hagan camino. Como una mermelada sobre el pan. Donde nadie deba oponer los párpados. Donde haya olvido. Nadie muere donde hay conciencia. Pero.
A veces, mientras están vivas, suben, recuerdan las alas, y descansan a sus pies. Quedan sin miedo bajo su espada, sobre el tocón de cabo, la soga enrollada. Eterna égida, almirante, Nelson avizor, almirante. Otra vez Nelson, valedor, dueño de la soledad y del imperio, del imperio solo y del solo imperio, de sus palomas, preteridas y asoladas. Nelson, las palomas hembra, las palomas macho, las primeras y las últimas, las enfermas y las sanas. Nelson, las que comen sobras, las que comen hierro. Las que manchan y las que ensucian. Las que son iguales que en la ventana, las que llevan el veneno dentro. Nelson, las que con sus plumas calientan, las que se sienten blancas. Las que extienden las tripas sobre un álbum de fotos.
Como si fuese una rebanada.