Dios en la orilla baldía
La estrategia artística napoleónica consistió en un triduo de poder: la propaganda, la adquisición de obras de arte y su acumulación. La insaciable carpanta de Napoleón vació las despensas de sus convecinos para llenar la suya: la recolección de obras artísticas fue un expolio de víveres. Uno de los efectos de la calentura fue la refundación del museo: los salones se transformaron en grandes contenedores, en escaparates de gestas e historia. Entre esa niebla megalómana no todo sucumbió: el arte no proselitista reaccionó. La hegemonía napoleónica provocó el alzamiento de algunos pinceles. Caspar David Friedrich renunció a un trazo academicista para su pequeña revolución, partir del paisaje para simbolizar la metafísica de la existencia: lo material es efímero, la vanidad y la muerte se presienten. El hombre presta vasallaje a un discurso superior, cósmico. La naturaleza proyecta su sombra sobre nuestra sombra en un mundo hostil.
En El monje sobre la orilla, Friedrich muestra un hombre al que apenas le queda nada. El paisaje vuelve su atención sobre sí mismo, el piélago escapa de los bastidores de la tela. Se proyecta la autoridad del espacio. El monje, que representa el vacío de la vida respecto a la inmensidad de la naturaleza, deja los ojos ir desde el promontorio de arena. La naturaleza que comunica Friedrich es romántica, alberga una emoción, un yo sincero, y principia una evasión. Ese horizonte que se sobrepone y sobrevuela y descuella, ese sinfín del que huimos, es el inicio de un pensamiento, de un nuevo tiempo, en el que el hombre se desprotege y se ve errante. La escena estremece, impone su honestidad. En ese encogimiento el hombre sale del centro del mundo, se disipa, y el mundo que nos perteneció pasa a manos de Dios: la naturaleza es su lenguaje. El Dios de Friedrich emite una luz, y ese destello se propaga, más allá de los confines del tiempo.
Al otro lado del tiempo está Thomas Stearns Eliot, cuyo Dios recoge el destello de la pintura de Friedrich. En el poema que abre La tierra baldía, Eliot, pertinaz para el desmontaje del romanticismo, escribe un mundo que apesadumbra. Un mundo en el que el hombre tampoco es el centro, pero en el que lo ocupa todo. La industrialización, las guerras y la vida moderna han conducido a una vida en la que la vida huye, pero ella ni siquiera lo sabe: escapa desde la ignorancia, desde la inconsciencia. Es una vida ausente y recalcitrante en su impostura. El hombre ya no sabe observar, se recuesta sobre la superficie del progreso. Lo mece el bienestar, hasta que los escombros de las bombas lo sobresaltan en su letargo. Y al arrancarse el polvo de los ojos se le antepone un mundo de cenizas, de muertos hacinados, de ilusiones rotas.
Ese hombre presente en su ausencia, perdido en un mundo vacío y caído, es el hombre que con Eliot se conduce al precipicio. El que Friedrich pintó. Mientras uno se detiene frente a la inmensidad del universo que lo insignifica, el otro se insignifica por su conducta, por sus acciones, por su culpa. En ambos casos, el abismo al que se conducen es análogo, una línea sobre la que el hombre se despoja de sus bienes, de sus aspiraciones, donde intenta desprenderse de un pasado viscoso que se le aferra a la piel. Por un camino lo conduce la mano de Dios, por el otro la autonomía que Dios le ha otorgado. Las cadenas terrenales se despedazan en el suelo, y el ser viviente queda desnudo, con sus pensamientos, ante la infinidad. Entonces puede iniciar el vuelo, reanudarse en el polvo de las estrellas, fundirse en el espacio y en el tiempo, hallar la redención y alcanzar a Dios. El Dios que Friedrich dibuja, el que Eliot invoca. El que emite una luz en el lugar donde se entierran los muertos, donde el mar los mece y arrastra.