Feliz cumpleaños
Te despiertas y ya es de noche. No te quitaste las gafas y se te ha hinchado el puente de la nariz. Sacas un pie de la cama. El colchón es nuevo, no tiene muelles, pero se te espina en las carnes. Entras en el baño de tu dormitorio, a tientas. Primera parada, rutinaria. No obstante sientes un fuerte ardor bajo el pubis, vitalicio. Tal vez provenga de la próstata, un pegote carbonizado, apenas le queda tejido vivo; tal vez la vejiga harta, a punto de dimitir. Levantas la tapa del retrete y observas el fondo. Sostienes el pene y apuntas, por aproximación. No sale nada. Luego volverás a intentarlo. Confías en no olvidarte.
Te apoyas contra el lavabo, agarras el cepillo de dientes. No te miras al espejo. Ya no te gusta mirarte. Antes sí. Ahora te da grima, es una visión agraz. Echas pasta: demasiada o muy poca, nunca la cantidad exacta. Te cepillas los dientes. Te cepillas las encías. Mueves la lengua e interceptas una cosa. La escupes. Toqueteas cerca del desagüe hasta dar con ella. Al hacerlo te pringas los dedos de una mezcla de saliva, dentífrico y sangre. Es un diente, cariado. Ya quedan menos. Es probable que sea el premolar restante de arriba. Es una apuesta segura.
Caminas el pasillo, cobijas la penumbra. Temes descaderarte. Lo caminas con las piernas, con el bastón, con el hombro derecho. Lo caminas con un remanente de orgullo. Haces una parada técnica a mitad de camino, en el otro baño. Benavente, lo llamas, y la ocurrencia te da contento intelectual. Estás un par de minutos de pie, hasta que las rodillas se resienten, y despides las dos gotas que caen. Dos gotas son mejor que ninguna gota. Dos gotas son una victoria. Hay que estar ahí para entenderlo. Dos gotas se celebran.
A tu edad las celebraciones tienen lugar en la cocina, despensa adentro. Llegas a la puerta, enciendes la luz, la bombilla que se enciende es la del recibidor. Abres la nevera, te sirves un vaso de agua. Su sabor es desagradable, avinagrado, pero la sangre contrapone y alivia. En realidad ya apenas distingues sabores. Saboreas por memoria. Algunos sabores no volverán, pero sobreviven entre los boquetes del cerebro. Tu cerebro es un queso francés de baja fermentación, como sueles decirle al médico cuando pregunta.
Añades un poco de vino al agua. El agua con vino siempre es mejor que sin él. Ahora el contenido del vaso se deja beber, concentra atávico abolengo. Abres la nevera de nuevo. En realidad empujas un poco más la puerta, que ya estaba abierta. Queda un trozo de tarta de la fiesta de ayer. No, de hoy. ¿La fiesta fue hoy? Sí, hace solo unas horas, antes de quedarte dormido por el vino. El vino te socorre, asperja el queso francés. Al hidratarse la memoria revive, tu existencia consiste en eso. A veces te gustaría olvidar, y al instante te arrepientes de haberlo deseado. Ahora eres poco, un trozo de queso redivivo, pero al menos eres francés.
Alguien ha dejado la tarta sobrante en el estante de abajo. Eso te contraría. Tus enfados han ido adecuándose a tus fuerzas, a tus nostalgias. Son como tu próstata, una sombra, un vestigio transmutado. Una carcajada perversa, desfigurada. Miras a un lado y a otro, estás solo, pero sabes que si alguien te viese te regañaría. Ahora todos pueden reprenderte, estás en edad de hacer las cosas mal. Coges con dificultad un trozo generoso de tarta, al pellizco. Fuerzas su entrada en la boca, pero no toda cabe, se apelmaza. Ansías disfrutarla, pero un pensamiento oscuro se te atraviesa: imaginas que la tarta es un trozo de tierra. Visualizas los gusanos, que te aguardan. De ninguna manera se darán un banquete contigo, tus instrucciones son claras. Confías en que se cumpla tu voluntad, que incineren tu cuerpo. Pero dudas, tu hija la ecologista está en contra, contaminación gratuita, a la tierra lo que es de la tierra, insiste. La tierra te da miedo, y te sobreviene una náusea. ¿Y si se impone su criterio, y si te imponen dentro de una caja? Escupes la tierra y su nido de gusanos en el fregadero, y masticas las últimas carroñeras.
El salón está ordenado, limpio. Te sientas en el sofá, te pasas la mano por la cabeza, intentas aferrar, como cuando tenías treinta y tres, pero ya apenas queda cabello. Algunos filamentos largos y ambarinos se arquean sobre la herradura del cráneo. Bajo la pérgola hay manchas, un mapa de erosiones y metamorfosis, de costurones y remiendos. Te recorre una genealogía de cicatrices: las veces que te caíste en bicicleta, cuando eras un crío imprudente, abren gargantas a ambos lados; los cráteres se reparten simétricamente, penetran la piel, corresponden a los trépanos con que te drenaron hace no tanto. Los vasos sanguíneos reventaron detrás de tus ojos. La piel en derredor está sucia, no se resuelve con agua y jabón. De la cabeza pasas al gaznate, que ahora es un pellejo, y lo rascas. Luego merodeas el pene, que ya no representa, que ha perdido todo simbolismo. Solo es una espita averiada, pálida, caliza, cuarteada, insignificante. Lo remeces y su contemplación, su sola intuición bajo el pantalón, te produce lástima. Se hizo pequeño. Lo aprietas fuerte, que al menos duela, pero ni siquiera eso. La insensibilidad es irreversible, la carne se encoge para comunicarse. Lleva un tiempo despidiéndose. Algunas despedidas se eternizan.
Odias ser consciente de ello. Enciendes la tele. Hay fútbol, ese deporte que ya no entiendes. Cambias de canal, caes en uno que te hace sentir bien. Es de otro tiempo. Reponen cine clásico, del siglo anterior. Están pasando una película que te gusta, pero no la recuerdas. Te gusta porque a ella le encantaba. No puede refrescarte el argumento. Ella murió, hace años. Muchísimos. Los niños eran mayores, pero en realidad seguían siendo unos críos. Se te escapa una sonrisa de supervivencia. La muerte vil se te atraviesa y tú sonríes, mientras pasas la lengua por tus encías desnudas y analizas los manejos de Ricardo Darín en la seducción. Darín falleció el mismo año que ella. Misma enfermedad, dispareja localización. Misma empatía.
Oyes la puerta de casa abrirse, y una voz que te nombra. Es tu hijo, el mayor. En secreto lo llamas León Darío, pero él no sabe que lo haces. Él cree que se llama David, todo el mundo lo cree. De hecho todo el mundo lo llama David, sin excepción. Tú también lo llamas David, no quieres cabrear a su madre. Por eso nunca dices León Darío lo bastante alto. Lo pronuncias en voz baja, para que la complicidad se salvaguarde. León Darío fue una idea loca de juventud, antes de que ella se quedase encinta y desbaratase tu propuesta.
Desde la cocina lo oyes berrear. Ha pisado el trozo de tarta. Se te despanzurró hace un rato, pero te eximes sin rubor, nadie debió guardarla en el estante más bajo. Ahora que él está en casa no hay motivos para permanecer sentado. Te levantas sin el bastón. Descorres la cortina y sales a la terraza. La Luna está llena, la marea muy viva. El viento no roza, soslaya, y trae consigo la primavera, que se encalma sobre las macetas. Huele a leña quemada, pero tú les pones olor a las hortensias, sus flores favoritas. Te quedas en paz contemplando el cielo. No hay prisa, ¿verdad? Sigue siendo tu cumpleaños, no será el último. Ojalá haya más, ella puede esperar otro poco. Sin darte cuenta has perdido otras dos gotas entre las piernas, que se dejan sentir, como si fuesen lágrimas. Bajas la cabeza, te hurgas con la lengua el hueco del diente caído, que de pronto sabe dulce, como la tarta, como la tierra, y piensas que, sobre todo cuando se enfada, la voz de tu hijo entona igual que la de su madre.