Delfina
No sé por qué lo dije, si es que quizá no pensaba bien o qué ocurre para que esté mal, o sea reprobable o de mala educación, de peores formas, decirlo según en qué momento, porque en realidad nadie que de verdad la quisiera y la llevase en la sangre me oyó decirlo, y yo solo hablaba con desconocidos de ella, algunos de estos apenas la recordaban de verla de pasada, ni siquiera de un tibio saludo, pero es cierto que lo dije como si no me cansara de repetirlo, y lo mantengo, aunque reconozco que puede ser discutible de apropiado y poco discutible de lo contrario: de muerta la Flaca estaba más hermosa que de viva. Parecía, aunque resulte una obviedad, que dormía. La boca solo se le abría un poco y el pelo largo se bastaba para taparle el cuello y no dejarlo ver. No me alcanzaba para verle los pies, y no quise arrimarme, no fuera a ser que tocara algo y alguien me sorprendiera o se diera cuenta de que algo había sido tocado y tuviera que explicar que era sin propósito e intención. Me quedé parada en la entrada del recibidor, donde Ignacio tenía mi mueble favorito, el aparador de tiradores dorados, y la miré sin tapujos, con mucha fijeza orientada adonde ella. Se me empaparon los ojos de tenerla tendida y muerta a tan pocos metros, de poca claridad la casa, pero suficiente para salírsele las cuencas de los ojos, cerrados y en paz, de mucha tranquilidad su mirada envuelta, como si sus ojos estuvieran en tarrina de helado, y el mentón fino. Y esa nariz elegante y como de princesa, terminada en punta redonda, que parecía una cereza sin colorear, e incluso el cuello, que no se le veía pero brillaba una barbaridad, la poca luz que entraba le llegaba a la gargantilla, una de plata con un colgante de forma rara, como de bicho, medio animal medio humano, y le caía a un costado y se le entrelazaba con el cabello. De tan guapa daba gusto mirarla y podría haberme estado horas admirada solo de eso, e incluso, aunque luego me arrepentí de decirlo, me pareció como si no pudiera estarse mejor que como ella estaba. No había horror en ella muerta. Y sí, después comprendí que el horror era gigantesco y me vino el espanto, no de golpe pero casi, y no se me apareció por sí solo, de tanta ayuda como me fueron los espantos de todos los demás para hacerme el mío propio, tanto los de quienes los conocían a ambos del edificio y del barrio, aunque no de tan cerca como yo, como también los de los que solo sabían de vista y oídas y frecuentaban el mercado comentando y lengua viene y va que si esto y lo otro, o los sinvergüenzas de la tele, mamarrachos, todo el mundo parecía saber lo que les había pasado pero nadie vio a la Flaca de tan bella, y la verdad es que en aquel momento de emoción, solas en la casa, para mí en este mundo solo existía ella. De mis emociones apenas dije en concreto, quizá insinué un poco con uno en el mercado que tenía un hijo viudo por culpa de una escopeta mal colgada sobre la chimenea del salón y unos vinos de más, a quien además le comenté casi por encima y sin adentrar detalle que no había horror y estaba espléndida sobre el suelo: «Delfina, vigile, que usted inhaló gas y tras inhalar cualquiera delira».