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Compras

David Aller

Después de diecinueve años acompañando a mi mujer a las tiendas de ropa, me vi en la situación de comprarle un vestido. Debido a que corría cierta prisa, solo dispuse de una mañana. Visité algunas tiendas en el interior de unos grandes almacenes, pero las firmas, si bien eran de prestigio, no eran las mejores. Luego recorrí la calle Serrano, donde ojeé casi todos los escaparates y entré en las boutiques que más me gustaron, las más exclusivas. Quería que mi primer vestido para ella fuese único. En la cuarta tienda, de una firma francesa, una mujer encantadora se interesó por el motivo de la adquisición y respondí que solo quería que estuviese radiante. Me preguntó qué telas le gustaban y no supe responder. Luego lo intentó con el talle y tampoco supe. Durante un rato me sentí desorientado, aturdido por mi absoluta ignorancia. La mujer me sugirió que mirase en su armario, y me facilitó algunas directrices: telas, colores, estampados, tallas, cortes. Le expliqué que sufrimos un incendio en casa y que no quedaba ni una sola prenda. Entonces sonrió y me preguntó cómo era ella, no solo su cuerpo, la personalidad también influía en la elección: le expliqué que era divertida, coqueta, graciosa, sencilla, un poco torpe con los tacones. Cariñosa. Muy cariñosa y muy divertida. Eligió media docena de vestidos ideales para una mujer como ella, y concluimos que lo mejor sería que me fiase de mi instinto, que eligiese el que más me gustase, aquel del que nunca me hartaría, con el que siempre querría verla y salir a bailar. Elegí uno precioso, tanto que me emocioné al imaginarla con él, y, como dudábamos de la talla, compré dos, uno le quedaría más ceñido, el otro más holgado, y además aceptaban la devolución del descartado. La dependienta los dobló con mucho cariño y los metió en una caja, que decoró con un lazo de flores precioso. Me quedé mirando, en silencio. Luego puso la caja en una bolsa enorme, de papel. Me sonrió y aseguró que los vestidos eran un acierto, que Marta estaría preciosa con cualquiera de los dos. Me fui convencido y aliviado pero cuando llegué junto a ella volví a dudar, no sabía si empezar por el entallado o por el más holgado. La empleada de la funeraria me aconsejó que empezásemos por el que más me gustase. No necesité pensarlo, el entallado era el vestido de mis sueños.

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© 2014 por DA

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