top of page

Estado verdugo

David Aller

El olor es terrible y enajenante y ni siquiera pueden abrirse las ventanas. No pueden abrirse porque no hay una sola ventana o ventanuco o ventanita que dé al exterior y pueda abrirse para airear y ventilar y refrescar, si acaso el aire pudiese mantenerse fresco y limpio al entrar en el patíbulo o cadalso o sala de ejecuciones, donde las ventanas lo parecen pero no lo son, son escotillas y escaparates y mirillas desde donde los invitados presencian la función, el espectáculo del asesinato legal y oficial y gubernamental. Algunos asisten con dolor y rabia y dificultad y otros viven la muerte con la gracia del rencor y la venganza y el denuedo de la integridad moral y de la sevicia íntegra y hasta del derecho divino. No obstante todos los invitados presencian la ejecución o vil asesinato protegidos del olor, ellos solo huelen el olor más inmediato y el que llevan puesto, el del sudor o el del suavizante o el del perfume –qué frivolidad, perfumarse para ver matar– y el olor de la habitación hermética que está limpia y es fría y huele a productos de limpieza. El otro olor no les dará alcance, el olor terrible e insoportable y demencial que repletará la sala central donde está la parrilla o la barbacoa, la sala asador que ven desde sus butacas y en la que sí se olerá el sujeto chamuscado, el sujeto que además de reo es persona, un ser todavía vivo cuyo olor no podrá trastornarlos ni perseguirlos cuando duerman en paz. Los asistentes se acomodan en un graderío que es un palco de la muerte y desde sus asientos privilegiados ven al reo sentado y obediente, nadie diría que van a freírlo, tal vez el pujante temblor de gaznate lo delate –tranquilo, nadie te lo va a rebanar–, tal vez la enérgica tembladera de las manos anuncie su destino irredimible. Una capucha negra oculta su rostro porque mostrarlo es animal e incivilizado –antes se cubría al verdugo, ahora al condenado–: dentro de poco su cara dejará de ser su cara y será una versión espasmódica y sufridora y eléctrica y no será un espectáculo agradable, somos civilizados y modélicos, tratar con cortesía a los reos nos distingue de los salvajes que lapidan y degüellan y decapitan –el verdugo enarbola el trofeo, una cabeza de seis o siete kilos que pesa como una pata de jamón o una bolsa de supermercado bastante llena–, cortesía de la que también carecen quienes cuelgan por el gollete usando grúas que van rutinarias de la obra a la plaza: «Mañana vendré una hora tarde, me requieren en el centro», informa el capataz al cliente en vísperas de acudir otra vez con su grúa a descalabrar a otro ciudadano culpable –luego en la ristra gravitan cinco o seis igual de pérfidos–, al que se le va a quitar la condición de ciudadano junto con algunas otras condiciones de entre las cuales nunca se le quitará la de culpable ni la de ajusticiado.

Ese procedimiento –con juicios felones, sin justicia, sin derechos humanos– es una barbaridad y repugna pensar en una manera tan vil e inhumana de tratar a los condenados a muerte. Aquí vivimos en la civilización, los procedimientos nos distinguen, las formas son importantes, nos preocupa lo que nuestros hijos aprendan. Aprendemos de los errores y ya aprendimos que no es constructivo convocar al pueblo en una plaza para júbilo y solaz e intimidación disuasoria, eso quedó atrás, ahora diseñamos salas discretas e íntimas en derredor del patíbulo o sala de ejecuciones donde hay una silla conectada a un enchufe. Las salas están incomunicadas porque la categoría de los asistentes a la ejecución es desemejante y se impone una cierta deontología: en la primera sala o palco presidencial de la muerte están las autoridades aquiescentes, en la segunda los familiares y seres queridos e invitados –ya no invitados, los muertos no pueden invitar– de las víctimas muertas o asesinadas por el culpable que espera sentado batiendo las manos, cuyos familiares o seres queridos –si los tiene, ¿cómo un réprobo puede tenerlos?– están en la tercera sala, la más pequeña y la peor situada y en la que se han puesto las sillas más incómodas y se ha descuidado la limpieza. En la cuarta sala se reservan asientos para los medios de comunicación y en la quinta están los funcionarios, que ahora se llaman así porque cobran del Estado una anualidad sin bonificaciones por matar, eso los convertiría en asesinos a sueldo o verdugos con prima por ejecución o ejecutores con retribuciones especiales y no, este país es civilizado, no va a venir nadie a tirar piedras por voluntad e ideología, la justicia y la venganza no son lo mismo, nos esforzamos mucho en defender y explicar esa distinción. Proteger a nuestros verdugos es prioritario, ellos son funcionarios que no matan, tan solo pulsan interruptores –tres o cuatro, en realidad solo uno acciona la corriente, los otros son de juguete–. La corriente eléctrica es la responsable del proceso.

Los verdugos pulsan los interruptores y ya pueden darse la vuelta y taparse la nariz, un sencillo gesto los protege del muerto que empieza a oler, un muerto pestilente que ni siquiera está descompuesto o putrefacto o en estado natural de oler, un ¿ya muerto? que se ha defecado encima –¿nadie ha considerado una lavativa anterior?, la conmiseración de esa última cena es un incordio cuando se están friendo y se les desenganchan los esfínteres–. En realidad el olor de las heces no es desagradable, es natural y consabido, un olor viviente que alivia el horror del otro olor, el exhaustivo y tiránico e infernal. El verdugo o funcionario ya no aguanta más tapándose la nariz y se siente indefenso ante ese olor traedizo que lo trastorna y que impone su ferocidad en el espacio y sobre todo en el tiempo, una eternidad que transcurre en apenas dos minutos, el decurso que lleva esa persona muerta. Puede incluso que no esté muerta. Después de diez minutos de silencio –el cuerpo debe enfriarse– entra un médico con un fonendoscopio, temeroso de hallar el mínimo latido o el latido casi inaudible o el espasmo miocárdico que lo complique todo. Es mejor que el cuerpo calle. ¿Qué se hace si el cuerpo aún replica, si prosigue insolentando? El protocolo indica que se debe continuar, siempre se sigue, siempre adelante, nunca hacia atrás. El proceso se repetirá las veces necesarias, nos sobran determinación y voltios. Bum, bum, bum. Además de producir olor la descarga también resuena. Ese mínimo latido está implorando un último recital eléctrico. Los funcionarios vuelven a sus mandos y accionan los interruptores. Ya pueden taparse la nariz e intentar huir y que el olor no se les adentre a través de la boca. Saben que no hay escapatoria, nunca podrán abandonar la sala. El olor los sobresaltará a partir de las medianoches, siempre que intenten dormir.

La silla eléctrica facilitaba el trabajo de los verdugos, profesionales que hacen una labor ineludible por el bien del Estado. El Estado somos todos y todos debemos protegerlo: la pena capital es necesaria porque la única manera de enseñar a no matar es matar al que mata, incluso al que no mata, a veces se elimina a sujetos que no han hecho nada o casi nada: algunos nacen negros, o hispanos, también blancos pero pobres, un blanco pobre no es lo mismo que un blanco con dinero: el dinero es la medida objetiva de la civilización y la fiabilidad y la valía. El dinero es la medida del progreso, el objetivo siempre es mejorar. La inyección letal es mejor que la silla eléctrica. Mejor en casi todo y para casi todos, excepto para el verdugo, el cambio para él es descortés, antes solo tenía que accionar un interruptor o una palanca –del cadáver o tostada quemada o pollo carbonizado se ocupan otros funcionarios–, ahora su trabajo es más elaborado, debe introducir tres agujas distintas en el catéter del reo, empujar los émbolos por separado y garantizar el proceso: el tiopental sódico es el primer elemento del cóctel, el verdugo sabe que no se ha equivocado porque las drogas están coloreadas. Observa cómo el contenido amarillo se apresura por el tubo que entra en el torrente sanguíneo. En ese momento los ojos del funcionario o verdugo se cruzan con los del reo, que ahora está tumbado y no lleva capucha, ya no es necesaria, su cara no será espasmódica ni violenta, el tiopental evitará cualquier reacción corporal dramática y procelosa, es un paralizante prodigioso, nunca falla, el cuerpo se mantendrá impertérrito e inerme e incluso parecerá muerto antes de estarlo, antes de que el segundo compuesto se inyecte en la torrentera, el bromuro de pancuronio, está coloreado de azul, azul índigo, intenso, un color precioso con un brillo muy especial que el penado ya no puede ver ni apreciar. El líquido avanza por el conducto mientras el verdugo mira de reojo al reo en busca de alguna reacción, pero el reo ya no articula movimiento alguno y el bromuro no suele fallar, casi siempre malogra la respiración, aunque nunca se sabe, para que no haya dudas está la tercera jeringuilla, la de color rojo, precioso, rojo púrpura, el famoso cloruro de potasio –muchos perros lo han probado–, un despolarizador cardíaco fabuloso, casi infalible, el golpe de gracia –el verdugo lo sabe, se lo han explicado–. Entonces el verdugo o funcionario ya puede apartarse de la camilla y esperar el tiempo reglamentario a que el fonendoscopio del médico no registre ruido alguno –en caso contrario, infrecuente, el procedimiento dictamina que debe duplicarse el cloruro de potasio– y solo entonces podrá marcharse con sus jeringuillas vacías de justicia y los últimos ojos o la última mirada de un hombre tumbado e indefenso que nadie sabe ni puede saber ni atreverse a pensar qué destino merecía. No obstante, seguiremos luchando por un mundo mejor: hallaremos la manera de que nuestros verdugos no sufran, de que nadie deba apretar botones o émbolos. Hasta entonces, nuestros métodos seguirán siendo la referencia: no arrojamos piedras, no usamos grúas. Y, por supuesto, no somos hipócritas: en Japón se sigue utilizando la horca y para defender su dignidad cubren las paredes del cadalso con madera y al suelo le ponen moqueta.

  • Grey Vimeo Icon
  • Grey Twitter Icon
  • Grey Instagram Icon

© 2014 por DA

bottom of page