Liam
Liam Gallagher afirma ser la reencarnación de John Lennon. La boutade alude más a la expresión de un deseo, que el mundo lo considere talentoso y digno de, que a una confesión audaz. No obstante su habitual incontinencia, cabe pensar que quien se ha prodigado como un bocazas berree por un poco de cariño. La demanda del menor de los Gallagher se recibe con la empatía con que se recibe una historia dickensiana: el cariño siempre insuficiente, el cierto desamparo, la batalla de hermanos, la conflictividad familiar sobre el lienzo de la infancia, el ánimo indómito, los celos. La calle. El chico pendenciero y cainita se construye en un personaje cuyo orgullo es su ley: Liam es una diana fácil, un crío de barrio que lucha contra sus insuficiencias, contra la comparación lesiva y desoladora con Noel. La sombra del hermano mayor es más alargada que la de Lennon, incluso que la del Lennon que entró en él, el Lennon ulterior a Lennon que pervive, como en un acto de contrición, en un barrio de Mánchester.
La demanda de Liam consiste en que le digamos que él era tan imprescindible como su hermano, sea con el auxilio fantasmagórico de Lennon o no. Incluso aceptando que tal vez no crea de verdad en esa presencia, la reencarnación a la que alude Liam en realidad es una transmigración, un proceso mediante el que el alma de una persona fallecida emprende viaje hasta ingresar en otra. Que el ingreso sea electivo o fortuito es un arcano. Lo importante es que en esta infusión espiritual el donatario queda, de pronto, tocado por la gracia o desgracia del donante. Quién sabe cómo el pequeño de los Gallagher consiguió ese honor peleado por muchos, recibir a Lennon. Tal vez fue el primero en pedírselo y bastó. No obstante, la transustanciación habría sido muy beneficiosa para él, incluso en el caso de que fuese parcial: un poco de Lennon parece suficiente para triunfar, en la música y lejos de ella.
Sobran razones para entender su interés en recibir en alma a John Lennon, pero no conviene despreciar los motivos que tendría el beatle por prolongarse a través de la biología de Liam Gallagher: declinar ser Liam es una expresión de rechazo a la vida. Pocos artistas representan con mayor intensidad la pulsión irrefrenable de existir, y pocos congregan con tanta honestidad los contrarios del mundo. Tener todo y dudar de si eres algo. Él sabe lo que es pasar, en apenas unos segundos, de sobrevolar el orbe a ahogarse en un vaso de agua. Una de las postales clásicas de Oasis es la secuencia en que un Liam cabizbajo aguarda –lacónico y perdidizo, después de haber sido aclamado por una multitud– a que su hermano mayor, el talento omnisciente, el músico depredador, termine de cantar la canción que antes cantaba él, sin otra ocupación que esperar su turno en una esquina del escenario y que en esto, sobre todo en esto, Noel no sea también mejor que él.
Cuando a Lennon lo descerrajaron en el Upper West Side, aquella fría mañana de diciembre, Liam era un crío de ocho años que al igual que Óscar –el niño prodigio que Günter Grass cosió a las enaguas de su abuela– anunciaba levantamiento. Mientras Óscar y su tambor interferían para que la banda marcial de las SA tocase El Danubio azul, en una de las insurgencias más hermosas que se han descrito, a un Liam Gallagher revuelto de hormonas lo insurgían abriéndole los huesos de la cabeza a martillazos. Haber sido, como Óscar, un niño cosido a una falda –la de Peggy, la madre que sentía predilección por el hijo pequeño– no resta ni un ápice de autenticidad a los episodios protervos que vienen caracterizando su edad adulta. No hay nada más auténtico que deambular entre contrarios. En el martillazo que un sujeto anónimo le propinó está la exégesis de un fenómeno: aquel golpe fue su llamada musical, una versión rockera y vagabunda de los susurros que los arcángeles deslizan en oídos ascéticos. Hasta entonces, Liam se envanecía de motejar a los músicos, y a partir del martillazo supo –por insuflación, por la intervención tan simbólica como real de Lennon– que su destino era ser uno de ellos. Lo más asombroso de la epifanía es que Liam logró triunfar en la música sin ser músico.
Su talento es especial, singular: se hizo leyenda sin pasar por la música, sin que apenas la música pasara por él. Poco importa qué motivó aquel martillazo, lo interesante es que la anunciación de Liam desencadenó un fenómeno musical que no levará anclas. El impacto de Oasis en la cultura popular de los 90 todavía extiende sus secuelas. Banda de época, con un talento polifónico apenas subrayable, su mayor virtud consistió en ocupar un espacio y mitificarlo. El paso del tiempo confirmó las debilidades inherentes a los Gallagher, la dificultad de los hermanos para adaptarse a nuevos desafíos y naturalizar la ruptura con el momento del que procedían. Oasis fue un furioso volcán. El paso a la madurez resultó escarpado y hostil, un desfiladero indeseado en el que había mucho que perder. El tiempo cayó sobre los himnos de juventud como una pátina de nostalgia y la voz privilegiada e icónica de Liam quedó atrapada en la cinta de un radiocasete. El paso de Oasis por la música británica es estruendoso: pocos grupos han ejercido una autoridad similar en los últimos veinticinco años.
Nadie sabe qué habría sucedido sin aquella brecha que abrió camino, el boquete craneal a través del que Liam se desprendió de Dickens. Quién sabe qué habría pasado si Lennon no hubiera visto la oportunidad del martillo para transmigrarse en Liam Gallagher, si el camino no se le hubiese allanado mediante el síndrome del sabio. El primer efecto de este savant musical fue la brevedad: durante un lustro estuvo tan seguro de sí mismo, fue tan dueño de su personaje y de su influencia, creyó tanto en lo que hacía y en las repercusiones que componía, que nada ni nadie pudo detenerlo. Liam fue la rotundidad de la fe. Su credo representa la victoria de una doctrina interior sobre las carencias educativas y afectivas: un muchacho mal presagiado se sobreponía a toda adversidad y conformaba –con un estilo confeccionado a partir de retales y la firmeza de su pose, de las agallas y de su inquebrantable confianza, con un carácter temerario y levantisco y aquella mirada sísmica y cejijunta– una propuesta que trascendía lo musical y se destinaba a transformar el mundo. Liam fue un ensoñador faraónico que vestía una sudadera Umbro, un chico con el barrio obstruyéndole las tripas por el que los bancos londinenses y los sellos internacionales se vendían al diablo: cada vez que se subía a un escenario, el diablo era él. Infravalorar a Liam Gallagher o reducir sus méritos a los de su hermano es absurdo: sin él y su capacidad reactiva, efervescente, detonante, nada de lo que sucedió durante aquel bienio británico se recordaría como aquel bienio irrepetible, inmarcesible, gallagheriano. Aquel oasis que nos refugió y nos vio crecer.
Liam se ha revuelto como un reptil herido contra el juicio mayoritario que concedía toda responsabilidad a Noel. El mismo Noel aseguraba que le habría ido mejor sin cargar con el demente de su hermano, quien, en sus habituales arrebatos de vanidad, intentó demostrar que él también podía escribir letras. Al fin y al cabo, si Noel era capaz de hacerlo, no debía de ser tan difícil. Naturalmente, el experimento no funcionó, pero algo quedó: es posible que las palabras de aquel fenómeno perteneciesen a Noel Gallagher, pero su verbalización fue otra cosa. El mensaje sin voz no adquiere forma, el talento sin rostro se desdibuja, y en el rock hay algo igual de importante que el contenido: Liam Gallagher estaba ahí para llenar ese hueco. Puso la cara y él mismo se la partió a martillazos: en eso consistía ser real.