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Tulio

David Aller

Nadie oyó a Tulio reír a mandíbula batiente cuando todo hubo terminado, el instante mismo en que rompió el silencio sepulcral que ni el padre ni el hermano podían romper ya, ni nadie vio, cuando todo se había principiado y estaba aún en desarrollo, sus ojos rasgados redondearse al ver a su hermano caer escaleras abajo, una caída breve y efectiva, nueve o tal vez diez peldaños de contundencia y fracturas, de cogote contra borde, de frente contra ángulo, de sienes en jaraíz y sonoridad intermitente. Tampoco nadie vio a Tulio esgrimir sonrisa indefectible, entre un golpe y el siguiente, el cuerpo rodante y el brillo en sus labios, perceptible la exquisita baba. No hubo nadie que pudiese ver pero hubo alguien que allí estuvo, entre Tulio y el hermano al principio rodante y luego inmóvil, a la misma distancia de cada hijo, el ojo abierto y atónito y ajeno del padre apuntaba en dirección al hijo primero rodante y luego inmóvil, desde nueve o tal vez diez peldaños más arriba, el otro ojo estaba cerrado y magullado y también era ajeno pero ya no apuntaba ni quería ni podía apuntar, ni en dirección al hijo cada vez más inerte ni en la contraria, donde permanecía Tulio intacto, el hijo restante y viviente, ansioso y espléndido y con las ilusiones recobradas. Mientras el hermano caía y trompicaba, en el tercer o tal vez cuarto peldaño, Tulio tragó aire y cerró los ojos descollantes, cruzó los dedos y deseó que cada ruido se correspondiese con un hueso distinto o con todos los huesos al unísono y a la vez, el cráneo de su hermano hecho menudencias y la masa encefálica que ya no es masa y es reguero que no riega. En el sexto o tal vez séptimo peldaño el ansia de Tulio se hizo apremiante, acariciaba el momento en que su hermano llegase a su meta y un silencio sepulcral lo animase a reabrir los ojos, tragar hondo, disfrutar del pringue escurriéndose de entre las grietas de los huesos para rejuntarse sobre las baldosas viejas con algunos pelos, la sangre densa y el seso blando y el tapete sucio y los ojos enormes abiertos y muertos: al desearlos inoperantes y extintos la exquisita baba de Tulio brillaba un poco más, retenía su cuerpo impávido la algaraza y diversión de imaginar al hijo igual que al padre, de pronto igualados, como siempre quisieron, inseparables, en posición casi idéntica, su padre y su hermano, fetales y torcidos y la espalda gibada, a una distancia de nueve o tal vez diez peldaños de fatalidad e idéntico destino.

Nadie vio pero hubo alguien que pudo ver los ojos rasgados de Tulio redondearse al ver al padre caer escaleras abajo, una caída breve y efectiva, nueve o tal vez diez peldaños de contundencia y fracturas, de cogote contra borde, de frente contra ángulo, de sienes en jaraíz y sonoridad intermitente. Tampoco nadie vio aunque hubo quien pudo ver a Tulio esgrimir sonrisa indefectible, entre un golpe y el siguiente, el cuerpo rodante y el brillo en los labios, perceptible la exquisita baba. No fue Tulio el único testigo de la caída del padre, ni estaba solo cuando el cráneo paterno rompió, un crujido perentorio que preambuló la torrentera de la vida que se fue, una gotera viscosa de abundancia que se escurría de entre las grietas de los huesos y se rejuntaba sobre las baldosas sin pelos, la sangre vieja y el seso rancio y el tapete sucio y los ojos pequeños y muertos, uno abierto y el otro cerrado, el padre recostado sin tiento ni gracia sobre la entreplanta de la escalera, la media mirada o la mirada demediada o la sola mitad de su mirada en el vacío, arrojada y perdida, los hermanos a idéntica distancia, uno perplejo y el otro pletórico. El hermano pudo ver pero no vio redondearse los ojos rasgados de Tulio, la exquisita baba perceptible, el mohín de la victoria y el brillo en los labios, los puntos de fuga de la sonrisa en dirección a las orejas, ni una pizca de sonrojo, ni un rastro de quebranto, enhiesto y gallardo e imperial sobre el borde de la escalera, de cada estruendo brotaba una paz interior, una colmena, una felicidad indescriptible. El hermano pudo ver pero solo vio la caída breve y efectiva del padre, nueve o tal vez diez peldaños de incertidumbre y pánico, de estruendos y tímpanos acallados, de perplejidad y terribles cadenas de pensamientos sucediéndose. Pudo –ahí estaba, a su lado, contemplando la debacle– pero no quiso el hermano fijarse en la deliberada satisfacción y alacridad de Tulio, mientras el padre de ambos rodaba escaleras abajo, pudo pero no quiso o realmente no pudo y su único acierto fue abrir la boca, quedar boquiabierto y dejar que el pánico se le metiese a través de los dientes, mientras su progenitor y referente y modelo rodaba a trompicones y se convertía en astillas y jaleo y manchas sobre el suelo y sobre sí mismo, con un solo ojo abierto y un solo ojo cerrado, sin saber por qué, siquiera sin pensar si hubo empujón o trampa previa o zancadilla oportuna o voluntaria.

El hermano quedó paralizado, el padre no hacía nada, Tulio sonreía. El hermano estaba a la espera de que el padre reaccionase, se levantase, dijese unas palabras de descargo y alivio, pero el padre calló, no abrió la boca, y por contra se le abrió la cabeza, que ya estaba abierta desde el primer momento pero fue entonces cuando empezaron las sustancias interiores a desestancarse, como el renacuajo que rompe el huevo, la criatura que se recibe y corretea por el mundo, los fluidos descendieron y solo en ese momento el hermano de Tulio reaccionó, justo cuando relacionó las placas óseas de la cabeza y sus sustancias con las de una lasaña que mezcla sin pudor la bechamel y la salsa de tomate, cuando el padre ya estaba tan muerto que no podía estar más muerto ni tampoco menos, al hermano le rugieron las tripas y acudió junto a él, de rebato, alma y compás, un absurdo intento de auxilio y bella intención de estar a su lado, el padre único, tumbado pero en absoluto cómodo y cada vez más humedecido y encharcado, la nuca trapecista sobre su eje pasado de rosca, la cabeza abierta y la boca casi cerrada, el interior solvente, una papilla en su punto de consistencia colmándose desde la escudilla de la cabeza y alimentando la comisura de los labios, secos y rancios, entreabriéndose al alimento en perfecta temperatura, el ojo abierto en dirección a la escalera que continúa su bajada, la vida que despotrica sobre las baldosas, mientras el hijo verdadero se aproxima, vibran los peldaños, y el padre, que ya no puede sentir la vibración de auxilio avecinarse y tampoco puede pensar ni articular palabra, declama desde su nueva realidad, su otro mundo, así no, hijo, nada puedes hacer por mí, estás bajando a un ritmo vertiginoso, raudo, imprudente, peligroso, cuidado porque está mojado, al morir he empapado el suelo, no corras tanto, si quieres hacer algo por mí estate quieto, mira bien dónde pones los pies, todo está pringoso, es arriesgado, cuidado, no resbales, no vaya a ser que mi fatalidad se haga tuya, escúchame y detente, no permitas que la sonrisa de Tulio rompa en una carcajada estruendosa.

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© 2014 por DA

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