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Carta de un navegante

David Aller

Valparaíso, agosto de 1835.

 

Querida Verónica:

 

Esta mañana, tras dos meses de incertidumbre y bajo los efectos de un espíritu proceloso, convaleciente de la dura navegación y de la más amarga convivencia a bordo, he pisado tierra. Una tierra hermosa y desbordante, radiante y agitada. Una tierra que, pese a su animosa existencia, me ha traído una serenidad impensada, acaso sujeta a mi vida anterior. Desde que atracamos en Montevideo y repusimos víveres no había sentido una paz similar. La sola idea de no retornar al suelo continental me aturdió y desesperanzó durante semanas. Abrumado por las tempestades nocturnas, dejé de pensar en el suelo cobrizo de mi hogar en Duchamp, en las sombras de los álamos de tu casa de verano en Calais, en el suelo briznoso de la iglesia donde nos reuníamos los domingos o en el bonito azulejado del pabellón de música del jardín botánico. Ya no pensaba en aquellos suelos colmados por tus huellas, sino en uno cualquiera, el simple suelo sobre el que echar a andar sin que se me antepusiera este horizonte enloquecedor de mar y sal, este océano que emerge como un titán desencadenado, inclemente y castigador. A ese punto de desespero llegué mientras avistábamos la Tierra de Fuego desde la cubierta del barco, poco antes de doblar cabo de Hornos, donde sentí una mínima esperanza al descubrir a dos nutrias huyendo de la mano. No miraban atrás, corrían dejando un rastro lánguido mientras los cascotes de hielo se partían a su alrededor. Quise lanzarme al mar embrutecido, zambullirme en este fin del mundo que me aprisiona en soledad, arrojarme a las olas descollantes como los palacios en los que habitas y hollar esa tierra quemada por el fuego de un desierto frío e incendiado, pisar la tierra dura y mortal y correr sobre las huellas que han de impulsarme hasta aquellas que vuelan en mi memoria, las del pabellón de música y las que se mecen como una soñera a los pies de tus álamos. O a tus pies de los álamos. Pisar la tierra y seguir el rastro de las nutrias y aprender de ellas, aprender a querer y a quererte sin romper apenas nada. No hay día que no sienta una punzada en la conciencia por haberlas dejado marchar. Ha pasado casi un mes desde que me golpearon el corazón y pisar esta tierra apolínea del Pacífico ha producido un efecto inopinado. He sentido un hechizo interior, la exaltación de mi ánimo propia de una primera vez, una mecha prendiendo mis pasiones más inadmitidas. Esa explosión de alegría pronto devino en un indescriptible vacío, la desolación de comprobar que ninguna de las asombrosas criaturas que pueblan esta prodigiosa isla eres tú.

Antes de zarpar de Plymouth me obligué a pensar como un hombre, a ser un hombre para poder mirarte con la cabeza alta y que algún día puedas evocarme con la admiración con la que se nombra a los héroes. Deseaba demostrarte de lo que soy capaz y me obligué a que mis pensamientos y mi conducta fuesen meritorios y dignos de honra. Sin embargo, algo ha cambiado durante la travesía. Ya no me importa que percibas mi debilidad, no me importa mostrarla porque confío en que de ella brote el pequeño tallo del afecto hacia mí. Ahora sé que no hay honra alguna en este sufrimiento absurdo, en esta privación de mi diálogo interior, en haber visto la muerte a bordo o en haber padecido el miedo a no volver a despertar. Sigo sintiendo un inmenso privilegio de haber sido admitido en la expedición del profesor Charles, del que ya puedo decir, sin temor a equivocarme, que su paso por el mundo va a transformarlo y ya nunca volverá a ser el mundo que hemos conocido. Si me refiero a él con esta llamativa familiaridad es porque él insiste en que lo llamemos por su nombre de pila, que lo tratemos como uno más a bordo de este legendario bergantín. Al romper el alba, reúne a la tripulación en cubierta y nos recuerda que es natural que el ánimo languidezca como el crepúsculo sobre el horizonte, que dudar y temer es humano, pero que la recompensa a estas penurias será la eternidad. También he dejado de creer en la eternidad. Ahora solo creo en las pequeñas cosas, en las curvas de tu nombre escrito y en el sudor que impregna este papel en el que espero halles cobijo. Refúgiate en el olor que me baña en la mañana. Deseo que desees oler el sudor que aquí dejo para ti y que oigas el silencio con el que respondí a las advertencias de mis padres antes de partir, mi silencio frente a la insistencia en que quizá nunca regresaría vivo o que pese a hacerlo ya sería un cadáver para ti. De esto no te hablé cuando nos despedimos, aquella tarde en el pabellón de música. No te hablé de nada porque mi forma de hablar fue escucharte y mi forma de amar la vida fue paladear tu aliento sin que te dieses cuenta. Tú solo pensabas en monstruos y leyendas y me preguntaste si no me asustaba que además de gaviotas y tortugas gigantes nos estuvieran esperando especies de otros mundos. Esas especies mágicas, querida Verónica, y tú sonreíste pensando en criaturas fantasiosas de veinte cabezas, ninfas devoradoras de hombres y náyades escupidoras de vastas tormentas.

Tomé tu risa impúdica como amuleto de mi paso por ti y me fui. He pensado en tu risa como quien piensa en una nuez, como el observador que retiene la forma imperfecta y armónica del fruto y quiere adentrarse en los surcos y acariciar lo inaccesible, una nuez que contiene una gema en su interior y que al apretarla con los dedos no se quiebra, hace falta más fuerza o más ilusión para oírla sonar. Tu risa insolente y jovial es como esa nuez que no se quiebra, querida Verónica, ha sido la imagen que me ha mantenido con el ánimo despierto en las duras noches de travesía. Tan duras que para sobrevivirlas he tenido que recordar nuestros juegos de infancia, sobre la tembladera del camposanto, cuando en las mañanas de primavera intercambiábamos nuestros mocos secos y comparábamos tamaños y morfologías, como si fuesen restos fósiles descubiertos en una excavación. Una noche del mes pasado, tras una cena excesiva y al son de las jácaras cantadas por los hombres, el profesor Charles conminó en público a un joven naturalista sobre su costumbre de hurgarse muy adentro la nariz. Entonces yo recordé nuestros juegos iniciáticos y te recordé, levantando la cabeza y abriendo las aletas de la nariz, con el meñique mínimo y grácil que trasladabas con una elegancia dionisíaca a tu interior. De ahí salía una parte de ti, un tesoro seco y salino que yo me quería llevar y proteger y sobre el que tú mostrabas el pronto desinterés y dejabas caer sobre la hierba.

He soñado con tu dedo meñique incontadas noches, meciendo la luna que algunas madrugadas alegra la espesura filtrada a través de los ojos abiertos en el alcázar. Las noches a bordo son la expresión de una pesadilla, de un infierno interior. El frío acuciante ingresa en lo más hondo y la compañía de los otros hombres se me hace dura, pesada, insoportable. Odio a los hombres de la misma manera que me odio a mí. Odio sus cuerpos, sus sonidos, sus risas asquerosas y sus heces flotantes, en la letrina y en la lengua que asoma entre sus dientes podridos. Sobreviví a las noches y al duro estallar de las eslingas de la cubierta y a las barbas secas del mascarón de proa gracias a los dibujos de tu dedo en mis recuerdos. Ese dedo que señala el sol y lo eclipsa y enmudece, que incluso borra la muerte y la deja caer por la borda. Una noche reciente, un muchacho que fue aceptado en la escuela de paleontólogos de Oxford, tras varios días de mareos y fiebres altas, empeoró y falleció. Pensé que verlo morir sería mi final, la última estación de este viaje efímero, y que verlo agonizar me forzaría a mantener viva su agonía. Y, sin embargo, su imagen sobre el jergón, con la cara hinchada y los ojos desorbitados, no penetró en mi retina. En su lugar reapareció tu dedo meñique, el que se arquea y estira cuando tocas o quieres tocar tu elegante instrumento francés, ese que abrazas sin abalanzarte sobre él, sin acosarlo, con el que mantienes la distancia de lo prohibido y para el que abres solo un poco tus piernas vedadas y dejas que el instrumento entre, permitiéndole ingresar en ti y estar en ti. En una ocasión te vi así, desde el otro lado del muro de la casa de los álamos, rasgando las cuerdas mientras las briznas pajizas de tu cabello tostado te caían sobre la cara, tu cara huesuda como tu mano sagrada y tus rodillas desnudas en las mañanas de verano. El dedo meñique que dibuja ochos en la tierra del camposanto y la hornacina de tu cuello fino y aterciopelado, querida Verónica, han sido mis salvavidas. Tus ojos impúdicos brillan en el cielo abierto de la mañana, con el sol alto en este fin del mes de julio que me recuerda que celebras tu nacimiento. He olvidado el día de tu cumpleaños, el día exacto que viniste al mundo y que para mí, a bordo de este bergantín, se convirtió en el día a día, en todos y cada uno de los días porque qué importa si es este, el anterior o el siguiente, si todos son especiales contigo sentada al otro lado del muro, sentada y abrazada al instrumento que roza tus rodillas primerizas. Qué me importa ese día, si cada mañana he celebrado tu nacimiento como si tu cabeza asomase sobre el mundo en ese preciso instante.

Durante días no pude pensar en ninguna otra cosa. Ese dedo que ahora me hace sufrir, del que no sé ni puedo saber si porta una alianza de compromiso, del que me atemoriza saber si todavía me señala, o si acaso se le ha marchitado la memoria y la esperanza. Desde que desembarcamos al romper el alba, no me he movido de la playa más pequeña de esta isla de ensueño, una playa en la que apenas habría sitio para los dos. Estaríamos juntos y apretados, condenados a no separarnos sobre una tabla que vaga a la deriva por el océano. Me he sentado con las piernas cruzadas y dibujo tu nombre sobre la arena. Se me despeja la mente y pienso con serenidad. Eso tengo para ti, mi cuerpo gastado por el sol y la serenidad de mi ánimo adulto y mi corazón en un paño, sereno y maduro. Hago ochos que parecen eses y de ese modo te toco la nuez. Se cruzan y descruzan y en los huecos de tu voz se oye tu risa difunta de pudores. Te encantarían las Galápagos, querida Verónica. Tengo tanto que contar y tantas ganas de hacerlo que no puedo seguir escribiendo estas líneas si no quiero que el sudor se transforme en lágrimas. Quizá algún día recibas estas líneas, quizá algún día regrese y ese dedo, como tu corazón, tendrá dueño. Prometo no buscarte. No te perseguiré como los osos de piel alba persiguen a las nutrias. Solo me giraré y respiraré entrecortadamente cuando vea a una muchacha atravesar la ciudad con el estuche de su instrumento musical. No te buscaré porque no sabré qué decirte, no sabré verbalizar frente a ti lo que se encadena como una melodía musical en mis pensamientos, lo que me engrilleta la garganta. Me paralizaré y quizá me mires a los ojos y lo sepas todo, a pesar de que ya no quiero que lo sepas, no quiero que sepas que siento lástima de mí y que tus piernas me dan miedo, tu sonrisa como una nuez quebrada me da miedo, tu cabello que se eriza me da miedo. Elijo verte volar, como estos albatros insolentes de las dimensiones de un violonchelo francés. Si algún día relees estas líneas recuerda que me mantuviste vivo y que yo apenas te dejé nada, algunos garabatos sobre las playas de esta isla, tu nombre borrándose por el viento y el agua y el fuego de la arena caliente, mi nombre desapareciendo bajo el paso de aquellas nutrias a las que perseguí como se persiguen los sueños, sin conciencia y sin rumbo.

 

Con el corazón rebosante de palabras moribundas y sinceras.

 

Siempre tuyo,

 

Marcus.

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© 2014 por DA

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