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¿Dónde se halla el significado?

David Aller

Una de las cuestiones que con mayor intensidad ha sacudido la historia de la lingüística es la de dónde se encuentra la lengua. Aceptada la doble cara del lenguaje humano, la abstracción y la realización, surge el interés por el lugar en el que es dable encontrar ese sistema abstracto. La respuesta parece, a priori, sencilla: la lengua reside en el hablante. Sin embargo, ese hablante plantea numerosas dudas: ¿un hablante concreto, un hablante ideal?, ¿un hablante material, un hablante mental? ¿Un hablante individual, un hablante colectivo? ¿Un hablante polisintético, un hablante aislante? El lenguaje humano ha quedado bien resuelto como realización material, como producto observable y válido para la investigación científica, pero sigue pendiente de ser aclarado y definido como abstracción. En esa vieja intersección del habla y del pensamiento, se cruzan algunas de las motivaciones de la orientación cognitivista con las de escuelas anteriores, muchas de las cuales han contribuido a su definición: la existencia o no de primitivos, de universales, la duda de si la lengua recorta o no recorta la visión del mundo, la duda de si la experiencia y el contacto exterior son determinantes o si lo decisivo, lo real, es inmanente a la estructura del sistema. La duda, al cabo, de quién influye más en la expresión verbal, si la capacidad de hablar o la de pensar. Todos los actores de estas divergencias parecen coincidir en el repertorio de elementos que envuelven el acto lingüístico, pero en lo que surgen las discrepancias es en el grado de relevancia otorgado a cada uno.

No son pocos los lingüistas, en especial de orientación funcionalista, que consideran que la lengua es exactamente aquello para lo que sirve: un producto humano para la comunicación de las personas. Un hecho social y cultural. El reverso de ese convencimiento viene siendo que carece de importancia indagar en si al encenderse, esa lengua activa un lóbulo cerebral, el contrario o un cachito de cada uno. Según esta perspectiva, carece de prioridad preguntarse por el dónde: lo que importa es el para qué, aquello a lo que la lengua sirve como sistema formalizado para la comunicación, como instrumento y materialidad. Teorizar sobre los lugares en los que puede encontrarse es, en cierto modo, una manera de salirse del camino. Un camino que, no obstante, constituye una vía de sentido único para la escuela formalista, que, en la búsqueda del nacimiento del manantial, se echa al monte sin mirar atrás, como quien se lanza a tumba abierta al vasto e impetuoso océano: en algún islote del archipiélago cerebral se esconde un cofre que aloja una abstracción.

Las consecuencias de este desencuentro no parecen haber resultado especialmente positivas para la lingüística, todavía cautiva del cómodo, y feliz en muchos aspectos, ordenamiento dicotómico. Entender el mundo del hablante como una colección de pares, de oposiciones, ha resultado tentador desde la Antigüedad: la polaridad simplifica e induce la capacidad de categorizar, de separar ideas, conceptos, y, en definitiva, de generar claridad. En esa tradicional manera de teorizar encontramos una de las contribuciones más significativas del cognitivismo: haber dislocado la dicotomía entre lengua interna y lengua externa, entre innatismo y uso, entre producto individual y producto social y cultural, entre abstracción y descripción. Más que una orientación oportunista que propone una solución intermedia, que recoge lo más adecuado de formalistas y de funcionalistas, el cognitivismo surge como una consecuencia inevitable de la tensión dialéctica de ambos paradigmas: como la tríada de Hegel, se materializa en su síntesis. No debería sorprender, en este punto y según la terminología de Kuhn, las resistencias de ambos extremos a concederle al cognitivismo el rango de paradigma. Las acusaciones quedaban a la mano: la excesiva atención al mentalismo, la influencia de la psicología, las teorizaciones más propias de psicólogos que de lingüistas o la excesiva relativización de los logros estructuralistas. Décadas de progresos estructuralistas no se desmontan con facilidad; pero, independientemente de si supone una especificación intermedia de ambos paradigmas o no, de si da por resuelta la síntesis dialéctica o no, lo más interesante de esta orientación no está en la comparación, sino en la autenticidad que le es propia. Entre sus mayores ambiciones, cabe señalar la introducción del continuum con el que se rompe el carácter discreto de rasgos y unidades. Queda por saber si operar de este modo trae claridad o precipita más confusión y ruido, si puede aplicarse a cualquier aspecto lingüístico. Si, por ejemplo, pueden difuminarse las fronteras entre lo lingüístico y lo extralingüístico, como sostiene Langacker, que se pregunta si los límites del lenguaje son artificiales o naturales, si esos límites discretos son descubiertos por los lingüistas o impuestos a partir de preconcepciones teóricas. Para él, la concepción modular tradicional a la que venimos aludiendo, ese sistema de elementos estancos, es «gratuita y errónea». Su respuesta, pese a la moderación, es rotunda: «Lo lingüístico y lo extralingüístico forman una gradación en lugar de ser nítidamente distintos».

Langacker propone la búsqueda del lugar en el que se halla el significado. Quizá lo importante de la propuesta no sea dar con el lugar –como si se accediese al interior de una cueva, como si se naufragase en el islote exacto del inabarcable archipiélago neuronal–, sino poner de manifiesto que la semántica –o la pragmática, o como decidamos llamar al hecho cierto y rotundo de que todo está configurado para significar– ocupa y debe ocupar un lugar preponderante en los estudios lingüísticos. Ese lugar parece ya irreversible: la terminología resulta secundaria cuando todo es transformable en signo. Y todo signo incluye la posibilidad de su misma significación. Pero ¿qué es ese significado? ¿Puede describirse? ¿Es un constructo, es estático, es dinámico, es por sí mismo o por oposición, es inherente o es mudable, es observable? ¿Es una mera convención o es algo que realmente escapa a la capacidad teórica del hombre? Si el significado se contrae y se expande de manera espontánea, si se mueve como el vuelo de un insecto cuyo comportamiento podemos predecir pero no podemos garantizar con un cálculo exacto, ¿tiene sentido buscarlo? ¿Adónde debemos acudir para encontrarlo? De todas las consideraciones tratadas esta parece ser la más significativa: la búsqueda del significado, de su naturaleza, ha venido consolidándose como una de las principales tareas de los estudios semánticos y pragmáticos. Para unos, quizá, sea una cuestión menor, una frivolidad: no importa dónde se encuentra, importa lo que es y lo que genera. Importa su impacto en la lengua y en los hablantes. Sin embargo, para otros, la investigación no puede soslayar esta cuestión, por cuanto la realidad sobre su ubicación repercute directamente en la manera de tratarlo, de entenderlo y, por tanto, de teorizarlo. ¿Podemos describir algo que no sabemos dónde está?

Langacker, uno de los más reconocidos representantes del cognitivismo lingüístico, no ha estado exento de suspicacias. Algunas acusaciones, incluso, le han venido dadas desde dentro: Stephen Levinson lo acusó de ser «un avestruz terco que se niega a aprobar la existencia de la pragmática». Resulta paradójica la acusación porque, leyendo las páginas de Cognitive Grammar, parece poco interpretable la cantidad de pragmática que hay. Todo aparenta estar, de una manera u otra, inundado de pragmática. Queda por saber a qué se refería exactamente Levinson al acusarlo de negacionista, porque Langacker no puede estar más lejos de algunas orientaciones que vienen siendo la diana del inconformismo cognitivista: para la semántica estructural el significado, tanto de unidades léxicas como de unidades mayores, es una cualidad inherente y su explicación acaba por conducir, de un modo u otro, a la denotación. Incluso la connotación se explica por alojar una denotación. Para el estructuralismo, y sin ánimo de establecer una generalización, las relaciones de significado basadas en la connotación son formas de expresión poética, estrategias para crear una lengua artística que es actualización y cuyo uso difiere de la lengua convencional: la connotación es creatividad, es impropia de la lengua y es, en palabras de San Agustín, «aquello que suscita en la mente otra cosa». Queda, por tanto, en manos de la retórica, de la estética y de los estudios literarios. La conocida autonomía de la poeticidad defendida por Jakobson no contradice que esa operación poética, expresiva, provenga de un mecanismo superior que disloque, mediante procedimientos metafóricos y metonímicos, la denotación clásica. Conviene recordar que Jakobson, además de estructuralista, fue uno de los precursores de la comunicación y una figura clave en la lingüística norteamericana.

También en Norteamérica encontramos el foco más influyente de desatención al significado: al formalismo, tan obsesionado con hallar el lugar, el filete cerebral que lo explique todo, esa deslealtad acabó por volvérsele en contra. Las grietas que surgen bajo el paraguas chomskiano aluden, precisamente, a ese desinterés histórico. La semántica no es un satélite de los estudios gramaticales, no se halla en el extrarradio: cualquier elemento gramatical, desde el más inocente al más complejo, debe estudiarse bajo el flexo del significado. Todo significa o tiene la capacidad de significar. El cognitivismo de Langacker apura estas consideraciones: el significado, indica, está en la mente. La prueba que aporta viene consistiendo en un argumento por exclusión: ¿en qué otro lugar puede estar? En ninguno más. No existe, fuera del cráneo, cueva alguna o islote perdido para que el significado halle acomodo y se desarrolle. Sin embargo, el consenso al respecto sigue quedando pendiente: ya en el pensamiento platónico, el significado y los conceptos son objetivos y se evalúan en condiciones de verdad. Más recientemente, los autores objetivistas han argumentado que el hombre no construye ese significado, que solamente se limita a recibirlo e interpretarlo. Este significado objetivista surge de la interacción, depende del contexto, no está en la mente de los hablantes. No podemos hallarlo porque no está localizado, sino distribuido. Desde esta posición, surge la acusación estatista que se hace al cognitivismo. Langacker la desmonta con cierta perplejidad: lo que él defiende es el carácter dinámico de las construcciones de significado, una entidad que varía a lo largo del tiempo. ¿Cómo podría ser estática? Langacker defiende una aprehensión del mundo que erradica cualquier acusación de estatismo: activa, dinámica, constructiva. Una aprehensión que consiste en la activación de dominios, a los que se accede como respuesta a un estímulo sígnico. Estos dominios son dinámicos, se abren y cierran, son versátiles en la medida en que ocupan tanto la centralidad como la periferia. Este proceso, que conecta con la idea análoga del horizonte de expectativas de Hans-Robert Jauss, se produce en la mente del hablante y del oyente, de los interpretantes del acto comunicativo: un flujo continuo de dominios que se recuperan de modo inconsciente por efecto de un proceso neuronal; en ocasiones, sin embargo, este proceso queda mediatizado por fenómenos conscientes.

Toda investigación lingüística, independientemente de su objetivo principal, debería priorizar herramientas: la primordial, la de los datos. Esto no significa que deba comportarse como mera estadística y acumulación de tablas y porcentajes, sino que la recogida de casos debe conducir a una verdadera escuela de la interpretación. Solo de este modo se conformará una teoría del lenguaje que reúna abstracción y descripción. Este conocimiento es especialmente necesario para otros desarrollos, como el de la traducción automática. La lingüística de corpus, al documentar un vasto repertorio de contextos semánticos, anula la orientación estática del estructuralismo que defiende que una palabra significa una cosa concreta pese a que se emplee para señalar otra. Ese uso subsidiario o paralelo ha sido descartado tradicionalmente por los diccionarios, que han establecido pautas y normas de significado y han impuesto al mundo de los hablantes su categórica «visión de diccionario». Sin embargo, ya no partimos de usos y sentidos primarios y secundarios, sino de la interpretación de un contexto y de cómo un significado llena un hueco semántico. En palabras de Langacker: «Un significado consta tanto de contenido conceptual como de una particular manera de interpretarlo». De este modo, el significado incluye tanto «el contenido conceptual como la construcción impuesta sobre ese contenido». En otras palabras: estamos ante una manera de cuestionar la convención establecida y de superar lo arbitrario. Ya no se decide artificialmente lo que una palabra significa, sino que el lugar en el que se ubica determina, aunque sea por cálculo probabilístico, qué expectativas de significado se mueven a su alrededor. No hay nada estático. Hay dinamismo. No hay estanqueidad, sino flujo continuo. No hay certeza, sino un conjunto de expectativas conocidas como dominios. No hay dogma: hay hibridismo, mezcla y blending.

Sin embargo, este arranque entusiasta podría llevarnos a desmantelar los logros del estructuralismo, que pese a sus errores es responsable de los mayores hallazgos de la ciencia lingüística. Quizá estemos ante un problema de jerarquías y el error radicase en nuclearizar el significado atribuido al significante. En determinar, con el estupendo ejemplo de la silla, lo que una silla es, como si se tratase de un oclusiva bilabial. La atención estructuralista a las palabras, entendidas en su acepción más clásica, vino siendo su caída. La atención a los aspectos semánticos, etimológicos, morfológicos, fonológicos, lexicográficos y, en menor medida, documentales, se cuenta también entre sus intereses. Ese aspecto documental resulta del máximo interés para la traducción, dado que nos permite obtener bases de datos con textos paralelos. De la traducción de la palabra, de la entrada lexicográfica tradicional, se ha pasado a la traducción de unidades mayores, ya a medio camino entre la fraseología y la emergente gramática de construcciones. El inmanentismo de los estudios estructurales ha dado paso a la exploración de los usos, de la lengua viva y sus manifestaciones reales. Esto ha propiciado una confusión entre lo que se entiende y se espera de la semántica y las atribuciones de la pragmática. Básicamente, la cuestión de fondo sigue siendo la misma: cuánto se otorga al contexto en la modelación del significado y cuánto se otorga al building block putative que las palabras, o las unidades pluriverbales, llevan siempre consigo, como quien arrastra una maleta o una barca. El paso de la prioridad morfosintáctica al uso ha revolucionado también los sistemas de traducción y la misma concepción de las lenguas. Se produce la dislocación entre la semántica léxica y la semántica composicional. Los corpus documentan volúmenes de apariciones y frecuencias ineludibles para la investigación, y con ellos se pueden generalizar conclusiones relativas al uso léxico.

El avance es inmenso: el conocimiento del uso pone a la mano una nueva dimensión del significado. Un significado vivo que trasciende la necesaria información aportada por el estudio estructural. En esa encrucijada del camino semántico se han ido encontrando estructuralistas con investigadores rebotados de otras escuelas, como semanticistas generativos, funcionalistas y cognitivistas. El desplazamiento desde un estudio inherentemente estructural a uno basado en usos ya se vino anunciando a través de los desarrollos semióticos en Praga y Copenhague. En la exploración sígnica a cargo de Mukarovsky, la semántica comienza a dar paso a la pragmática; esa semiología formalista evoluciona a una semiótica connotativa tras el colado al que la somete Hjelmslev. Si bien se refiere en todo momento al estudio de la lengua en su función artística, su aportación es ineludible en el paso del valor denotativo y referencial al connotativo y metafórico. Las corrientes ligadas al cognitivismo, al funcionalismo y a la semántica generativa, han puesto la atención en el significado como máxima autoridad del hecho lingüístico. Se ha dejado atrás un estudio basado en unidades mínimas (semas) y grupos cerrados por mera convención (sememas y campos semánticos), y se ha pasado a explorar aquella vía que la glosemática anunció, la del lenguaje connotativo como una semiótica cuyo plano referencial es otra semiótica a la que se añade un nuevo contenido; esto es, las diferentes maneras de dar forma al pensamiento mediante la intervención de lo ideológico y de lo emocional. Ambos conceptos, la ideología y la emoción, son entidades abstractas sobre las que cabe preguntarse si también pueden hallarse. ¿Dónde se encuentran? Seguramente, en el mismo lugar que el significado. Eso no implica que sean esencialmente lo mismo, porque, como hemos visto, los límites son borrosos: tanto los del objeto natural, el significado, como los de los instrumentos y disciplinas que hemos construido para estudiar esos objetos, la semántica y la pragmática. Langacker va más allá: la dificultad está en delimitar qué son, porque ni son esencialmente lo mismo, ni son esencialmente independientes. Su manera de ser consiste en estar en el otro, en ser a través del otro. En definitiva, en estar siempre cerca.

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