Escritura y religión: una historia de dualidades
Este pequeño ensayo bien podría consistir en un breve manual sobre cómo convertir los sentimientos más propios en palabras imperecederas, sobre cómo transformarlos en expresión poética. Una propuesta de reivindicación del subgénero epistolar más íntimo y personal, el denominado carta de amor. Aunque ese objetivo queda lejos de nuestras intenciones, sí nos sirve para darle voz a una pregunta que, una vez formulada, resulta menos llamativa: ¿pueden las palabras escritas intervenir en los sentimientos? ¿Son las palabras escritas mera arcilla en la que imprimir las huellas de los pensamientos más afectivos o, por el contrario, la arcilla deforma los sentires? Quizá cabría preguntarse, en primer lugar, qué es la escritura y qué son los sentimientos. Para ello, acudiremos a los dos trabajos que articulan estas líneas, La domesticación del pensamiento salvaje, de Jack Goody, y Las teorías de la religión primitiva, de Edward Evans-Pritchard. Tras la lectura pormenorizada y la elaboración de una síntesis de ambos, tal vez podamos llegar a una conclusión audaz: que la escritura, con su capacidad de categorización, de síntesis, de crítica, de ordenación sintáctica, de esquematización y composición en listas y tablas –y también de lo contrario: de división, como ya ensayó Platón, o de deconstrucción, al estilo de la Escuela de Yale–, fue crucial en el desarrollo cognitivo de los sentimientos. Además de ser algo natural, el afecto se desarrolla, evoluciona y materializa gracias al barniz clarificador de la escritura. Porque en las palabras escritas reside una lógica que no se da en las palabras dichas. Y aunque al hablar de sentimientos tendamos a pensar en el amor por los otros, en este caso, y siguiendo a Edward Tylor a través de Evans-Pritchard, el sentimiento será una manera de expresar la pulsión de lo sagrado, la semilla de la que crece el vasto linaje de las religiones. Que la religión remita al sentimiento, tesis propuesta por Lowie y Malinowski, hace de lo sagrado algo marcadamente íntimo y personal.
Tal vez, si hiciésemos una rápida consulta a nuestro alrededor, podríamos concluir que las personas solemos percibir la escritura como un sistema dependiente de signos, fiel y exacto, una forma de representación y de fijación que, por supuesto, no es autónoma porque no puede darse sin una lengua que le dé soporte –sin embargo, sí puede ser lo único que sobreviva de una lengua extinta–. Esta percepción esencial deja, no obstante, cuestiones sin resolver, como la influencia real de la escritura en el pensamiento, en el desarrollo cognitivo; o la cuestión de la función de la palabra escrita como instrumento tecnológico que estimula una revolución cultural, social y científica; o, también, la del texto y el libro como herramientas decisivas en la modelación de Dios. La idea primitiva de que la escritura es simple duplicidad, mera fotocopia, la aborda Goody en el séptimo capítulo, en el que pone en entredicho la tradición semiológica de la ciencia del lenguaje –aquella que distingue, siempre, dos caras en un sistema cuya razón de ser radica en un significado vinculado, simbólicamente, a un significante: abstracción y realización o, lo que es lo mismo, lengua y habla–. Goody defiende que la evolución de la escritura ha seguido un proceso complejo que no puede reducirse al simple volcado del discurso al texto, dado que parte de una primera experiencia representativa de lo más básico, del objeto. Las primeras escrituras conservadas desvelan un proceso esquemático en el que las listas fueron dando paso a las tablas y a composiciones cada vez más complejas, como los inventarios y las recetas. La sintaxis que identificamos en la escritura moderna no nació con esta, sino que fue evolucionando de la mano de una creciente habilidad y de las mejoras técnicas, como el paso de la piedra y la arcilla al rollo de papiro y el pergamino. Creció a medida que se hizo patente su incalculable potencia. La escritura, al igual que la lengua, también vivió el paso de lo concreto –un alimento, un animal– a lo abstracto –el hambre, el peligro–, y a ella debemos la categorización, la distinción de fronteras entre conceptos y aquella naturaleza bivalente ya presente en el Génesis. Y también se le debe, dice Goody, la manera de recordar y de construir los recuerdos.
En esta encrucijada cabe insertar la ya larga percepción que se tiene de la escritura como medio subsidiario de la lengua hablada, como mera representación y herramienta para fijar ideas, conceptos y palabras. El trabajo de Jack Goody puede resumirse en su propósito de adentrarse en una de las cuestiones más desatendidas por la lingüística: la de la naturaleza de la escritura y su impacto en los procesos cognitivos del hablante. Paradójicamente, la ciencia lingüística no ha profundizado en el estudio de la escritura y ha desdeñado cualquier vestigio de autonomía por su parte, y sin embargo podemos afirmar que toda la historia de la lingüística ha consistido en el estudio de textos escritos. Se ha descrito el sistema abstracto gracias a la materialización servida por la escritura –y no a través de la realización oral porque, verba volant, esta apenas puede captarse–. Frente a las tesis clásicas que la interpretaban como una materialización del habla, Goody expone argumentos para desmontar aquella percepción reduccionista. La escritura no es subsidiaria, sino que consiste en un instrumento del pensamiento. Es agente. La escritura, asimismo, no es secundaria ni mera copia, sino que tiene sus propios modos de ser, sus propios modos de organizar el mundo: su cometido es ordenar lo que no se presenta ordenado. La escritura no es mero soporte, sino que ha influido decisivamente en la conformación de tantos productos culturales –particularmente, la literatura–.
La escritura es tecnología. Pensar en ella de ese modo, equiparándola a la rueda, a la agricultura o a la imprenta, nos permite entender el impacto que ha tenido en el desarrollo científico y tecnológico. Dado que es tecnología podemos colegir que ya lo era cuando la escritura recogía por escrito la tradición mitológica de los pueblos, tradición preeminentemente oral, y que también lo era cuando se consolidaron las principales religiones monoteístas, proceso en el que la escritura resultó decisiva: sin este soporte no habría existido el islam, ni por supuesto el cristianismo, y tal vez la tradición de Israel habría quedado cautiva en el desierto. Las tres religiones abrahámicas no solo comparten un origen común, un mismo ascendiente sanguíneo, sino también el hecho de estar adscritas a un libro sagrado. Estos libros –ya sean dictados por Dios, como el Corán; ya sean compuestos por diferentes testigos y profetas adecuadamente inspirados, como la Biblia– son ley y organización social, la descripción de las estructuras de una sociedad. No solo son portadores de la palabra divina, sino que incluyen una ética, una pragmática, una historia. Goody y Evans-Pritchard conectan dos ideas relacionadas: que sin escritura no hay ciencia pero tampoco religión sistematizada. Por lo tanto, podemos pensar en la religión histórica como una forma no completamente antitética de la ciencia –algunas de las cuestiones capitales que la motivan están relacionadas con el hecho de hablar, pensar y escribir; asimismo, escribir y leer impulsan el pensamiento científico, que no puede existir sin estos medios–. Sin embargo, las sociedades ágrafas carecen de la tecnología suficiente para desarrollar modelos teóricos. No es casualidad, como indica Goody, que la escritura, el alfabeto y la imprenta –a lo que cabría añadir la minúscula carolingia, por ejemplo– hayan propiciado verdaderas revoluciones científicas –en el sentido otorgado por Kuhn–.[1]
Tal vez, si hiciésemos una rápida consulta alrededor, podríamos convenir que el origen de la religión debería guardar relación con la necesidad de obtener respuestas, de explicar el mundo y el lugar del hombre en él, de teorizar sobre lo anterior y lo posterior a la vida que conocemos. Quizá, si nos detuviésemos un poco más, podríamos inferir que las religiones históricas, aquellas que conocemos un poco más, son formas evolucionadas de un sentimiento religioso que tal vez sea connatural al hombre, que quizá resida en él como en él residen el sentimiento afectivo, el cuidado de la familia o la protección del hogar. Quizá la diferencia entre el sentimiento religioso y la religión sea una cuestión formal, de producción temática y de sistematización ulterior de todo el material que coagula en el ritual, de puesta por escrito de aquellos pensamientos iniciáticos que con el paso del tiempo devinieron en leyes, reglas y dogmas, en verdades y palabras reveladas. Sobre estas cuestiones compone Evans-Pritchard una serie de conferencias en las que, a grandes rasgos, sintetiza las diferentes aproximaciones al estudio de las religiones primitivas –perspectivas psicológicas, sociológicas y pragmáticas–. Muchas de ellas están bien argumentadas en su lógica interior y pueden incluso resultar persuasivas, pero todas quedan excluidas de cualquier marco científico que se tenga por serio y respetable. Para Evans-Pritchard, es absurdo y fútil pretender demostrar el origen de la religión, porque la etiología del hecho religioso está tan ligada al desarrollo de la capacidad simbólica de los homínidos que no cabe opción alguna para su reconstrucción. Asimismo, los esfuerzos ontogénicos se han mostrado insuficientes para establecer una asimilación filogenética, del mismo modo que los textos sagrados, al igual que las tablas cuneiformes, no son más que el último paso de un largo camino. Nadie puede retrotraerse al momento –si acaso es un momento y no un gran intervalo– en el que un individuo –perspectiva psicológica–, o un pueblo –orientación sociológica, véase el trabajo de Durkheim–, puso en práctica una primera comunicación con lo extraterrenal.
Acabamos de hacer referencia al momento en el que una novedad ritual ingresa en una sociedad, el instante mismo en el que surge un nuevo producto cultural a partir del desarrollo de un pensamiento simbólico. Un momento que nadie sabe cuánto puede durar. Que ese período pueda ser significativamente largo –cientos de años– expone los riesgos de la categorización estructuralista que ha dominado la lingüística y la antropología desde Saussure y Lévi-Strauss: ambas ciencias han tendido a expresarse, como en un acto de fe y en una tradición, de modo binario. El seguimiento de escuelas y orientaciones, de paradigmas, métodos y herramientas, de la vasta aportación teórica que ha ido modelando a la ciencia del hombre desde sus vagidos hasta su madurez, deja tras de sí una torrentera de términos, pensamientos y enfoques que, mediante la adecuada operación quirúrgica, se escinde en dos. Cabe preguntarse por qué todo puede formularse, siguiendo el lenguaje de la lógica aristotélica, de forma bivalente: una cosa puede ser y puede no ser, y si es verdadera entonces no puede ser falsa.[2] El lenguaje humano tiende a dicotomizar y la lógica preposicional no puede existir sin escritura –al igual que otros lenguajes formales, como la computación o las matemáticas–, pero bien es cierto que la propia naturaleza también tiende a presentarse de forma binaria: macho y hembra, caliente y frío, día y noche, duro y blando. Vida y muerte. Antes y después. Esta manera de ser, de pensar y de explicar en dos, presente desde el nacimiento científico en Grecia –Aristóteles componía tablas para oponer contrarios–, puede rastrearse hasta el mismo comienzo, el albor de las entidades más primitivas expresadas mediante correlatos: la propia conciencia de existir y de la muerte venidera y las formas de afirmación y negación. Desde la caverna y desde Platón, al surgir una entidad se esculpe al instante su contraria. El recorrido por este período de ciencia antropológica deja una herencia que, de modo anecdótico, queda formalizada por la perspectiva estructural que ensaya la tradición europea, que encuentra la manera de dividir toda perspectiva observadora en dos: la de los civilizados y la de los salvajes, cuyo contrapunto en Norteamérica también se divide en dos: la perspectiva emic y la etic, o, lo que es lo mismo, el ver desde fuera o el hacerlo desde dentro. Finalmente, y sin pretensión alguna de rebajar los logros estructuralistas en sus diferentes campos, la principal repercusión de estas orientaciones en lingüística, psicología y antropología fue la imposición de unidades estancas, adecuadamente diferenciadas, entre las que no había trasvase de unidades menores. Esto afianzó la dicotomía entre primitivo y avanzado.
Esta manera binaria de expresión conduce a una situación incómoda, en la que el sujeto pensante debe tomar partido. Como en un arreglo ideológico, la ciencia se dispone en orientaciones –en ocasiones antitéticas, muchas otras veces más próximas de lo que cabe sospechar– que atraen a sus partidarios, a los que se persuade porque la salud de una teoría, además de por la solidez de los argumentos, también se calcula por el volumen de sus seguidores. Como el to be or not to be del príncipe Hamlet, la productividad teórica de dos posiciones contrarias queda enrarecida cuando se trata de tomar partido: ya sea a favor de dicotomizar, ya sea en contra. Las consecuencias de este desencuentro no parecen haber resultado especialmente positivas para la antropología, todavía cautiva del cómodo ordenamiento dicotómico. Entender el mundo del hombre como una colección de pares, de oposiciones, ha resultado tentador desde la Antigüedad: la polaridad simplifica, allana. Al separar conceptos se genera claridad, pero también se corre el riesgo de caer en un cajón de sastre taxonómico: no todo lo que se ofrece materializado en dos constituye una dicotomía, y, como señala Goody, esta tendencia no es consecuencia de la oralidad previa sino que es deudora de la escritura. No obstante, la predisposición a la miscelánea es uno de los principales escollos que trata Goody en su ensayo sobre el pensamiento salvaje: casi como si desmontase una metafísica, se propone desmantelar una larga tradición de clasificaciones simples que, en su afán por facilitar la comprensión de los fenómenos, deforman las naturalezas. Valga como ejemplo, en este sentido, el papel de la intelectualidad en las sociedades ágrafas. Goody sanciona la corriente de opinión, generalizada durante décadas, retroalimentada por los antropólogos de gabinete, que atribuía a aquellos pueblos una mente subdesarrollada, una ausencia absoluta de cualquier pensamiento lógico y racional.
El fraude de la gran dicotomía es una de las ideas dominantes de ambos trabajos. Evans-Pritchard hace una severísima crítica a los primeros antropólogos, elucubradores y eruditos de gabinete que desde una perspectiva etnocéntrica aportaron diversas y preciosas teorías sobre pueblos que jamás visitaron y de los que apenas manejaban vagas referencias. Esos antropólogos siguieron una larga tradición académica basada en el ordenamiento dicotómico y cuya herencia –además de considerar que las sociedades primitivas no piensan, no tienen intelecto– también consiste en un florilegio de oposiciones que entretiene la mente de estudiantes y lectores: significado y significante, prótasis y apódosis, emisor y receptor. La autonomía de lo inmanente o de lo trascendente. La ciencia de lo concreto y la ciencia de lo abstracto. Tesis y antítesis. Lo civilizado y lo salvaje, lo primitivo y lo avanzado. El bien y el mal. Nosotros y ellos. Esta última es la gran dicotomía que subraya Jack Goody, quien también introduce el concepto de la gran división –esto es, el momento en el que las sociedades tradicionales y las modernas se separaron para siempre–. Esta gran dicotomía la trata Evans-Pritchard a propósito de Lévy-Bruhl, con el objetivo de desacreditar la existencia de los dos tipos de mentalidad que el autor francés defendía. En estas parejas de aparentes opuestos se ha articulado gran parte de la ciencia antropológica, que ha ido dejando tras de sí un reguero elitista en el que cada fenómeno se explicaba desde la perspectiva etnocéntrica de aquellas sociedades que habían hecho méritos suficientes para alumbrar un Einstein. Por ello, el mito y la magia se consideraron formas de expresión prerracionales, ilógicas,[3] las cuales fueron interrumpidas –quizá por arte de aquella misma magia– por el despertar filosófico y científico –casi como si de un fenómeno catastrofista se tratase–. Sin embargo, escribe Goody, el pensamiento tradicional y mítico y el pensamiento científico solo difieren en el esencial escepticismo de este último, que lo lleva a cuestionar cualquier forma establecida por una tradición. En esa tradición la presencia de la escritura es esencial, porque no puede darse una tradición crítica continuada que pueda cuestionarlo todo si no está plasmada en un formato perdurable. Evans-Pritchard sostiene que ha habido sociedades sin arte y sin ciencia o sin filosofía, pero ninguna sin religión, sin el desarrollo de un sentido de lo sagrado. Esa convicción ha llevado a muchos autores a indagar en el nacimiento del sentimiento religioso: el problema de esto, como plantea Evans-Pritchard, está en que se buscan causas y esencias y no relaciones. Y la ciencia debe ocuparse de las relaciones.
Para finalizar, un breve prontuario de conclusiones y pensamientos. Parece paradójico lo sencillo que resulta establecer ciertas categorías como lo religioso y lo profano y lo difícil que resulta, asimismo, definir en qué consiste lo religioso y lo profano, cuáles son los límites reales de ambos términos. Dónde situamos la magia, lo espiritual, lo totémico, lo animista. En todo caso, hemos partido de la definición muy general de Tylor, que señala lo religioso como «toda creencia en espíritus». Igualmente, del trabajo de Evans-Pritchard, que resulta muy sugestivo y por momentos fascinante, se desprende la apremiante crítica a una larga tradición de planteamientos erróneos, pero también un cierto relativismo o, quizá, un tono escéptico sobre cómo obtener certezas y respuestas convincentes. En nuestra opinión, para afirmar que no se puede reconstruir el origen de la religión se exige una perspectiva un poco más empírica. El trabajo queda, en cierto modo, como una larga exposición de un constante cuestionar sin resolver. Con respecto a Jack Goody, el libro peca de un cierto oscurantismo, de una falta de claridad tal vez atribuible a algunas deficiencias en la traducción. Queda como una notable aproximación, que plantea cuestiones relevantes pero que, en cierto modo, las deja abiertas. Quizá no sea tan sencillo desmontar decenios de logros estructuralistas.
[1] A propósito de Kuhn, conocido es que en Las revoluciones científicas emplea hasta veintiuna formas diferentes para la voz paradigma. Este hecho habría pasado inadvertido sin escritura.
[2] Sobre la posibilidad de una tercera opción, véase la ley del tertio excluso, entrevista por Goody.
[3] El mito es un signo de identidad que surge como consecuencia del despertar intelectual y de la necesidad etiológica de los pueblos. El mito es parte de un discurso histórico, de la narrativa fundacional de los hombres, y en él se recoge lo que les es más propio y especial, las claves de su crecimiento y progreso: la necesidad de saber, el esfuerzo por comprender, el entramado social, su relación con el mundo. Pero no solo eso: también la ingenuidad, los miedos, las extrañezas que les son propias. El mito surge, vive y sirve, y allí donde deja de servir, cuando deja de ser útil, es donde muere. Cuando deja de servir al sosiego interior de los pueblos, cuando pierde valor como forma de espiritualidad y lenguaje sagrado, lo recogen los poetas y lo transforman en un producto artístico: poetizado, el mito perpetúa el legado de la cultura ancestral y le rinde tributo. La literatura se convierte en la mejor aliada y en su destructora: el mito muere en el poema, pero en esas cenizas se transforma y resurge para ser eterno. Sobrevive a cientos de generaciones y al cabo del tiempo lo recibimos, pero algo ha cambiado: ya no es mito, ahora es la literatura del mito. Relatos fantásticos, extraordinarios, heroicos, relatos desbordantes de vida que remiten a tiempos remotos donde el mundo era otro.
コメント