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La incipiente lingüística

David Aller

Aunque pueda parecer paradójico o antinómico, dado que las palabras siempre han sido parte del sapiens desde que es sapiens, no fue hasta mediados del xix cuando el lenguaje humano se convirtió en objeto y objetivo de estudio científico y dejó de ser especulación prendida del copioso árbol de las trivium medievales. En ese tiempo, lo que la lingüística podía esperar de sí misma era, precisamente, a ella misma. Este cambio de paradigma se dio de la mano de la revolución científica y consistió en un proceso metodológico en el que la observación, el análisis, la descripción o la formulación de hipótesis fueron ocupando nuevos espacios. El proceso de emancipación de la lingüística como ciencia propia se hizo desde un doble sentido: mediante la construcción de su identidad y mediante la separación de otras ciencias que la habían acompañado en sus propósitos y que también solicitaban independencia. La revolución en los transportes y el estado liberal trajeron consigo una serie de hallazgos que resolverían el paradigma veterotestamentario para siempre. El naturalismo del xix propició una cascada de intereses, muchos de ellos confluentes, que dio pie a una novedosa multidisciplinariedad de ciencias –la psicología, la antropología, las ciencias sociales–. Todas jóvenes y virtuosas, todas afanadas por encontrarse, por ser la definitiva, la que guillotinase la narrativa de un solo Dios. Este hito, andado el año 1916, fecha de la publicación del Cours de linguistique générale de Ferdinand de Saussure, ya se había venido consolidando.

Durante siglos, el origen de ese artilugio prodigioso que permitía comunicarse y expresar el pensamiento debía hallarse más allá de lo físico. La metafísica y la teología lo explicaron como una concesión sagrada y celestial,[1] pero parecieron olvidar que el reverso de tan preciado obsequio era un terrible artefacto que además del progreso filosófico y científico permitía la mentira, la manipulación, el engaño y la perfidia. Un regalo de dioses que traía corrupción al mundo, que materializaba todo cuanto de abyecto residía en el pensamiento de los hombres. Un instrumento lesivo y destructivo. Pese a ello, algunos pensadores advirtieron que ese artilugio sagrado se materializaba, podía observarse y describirse como sustancia.[2] Debía poder explicarse por medio de la observación y del análisis. Ahí podía hallarse la solución al problema lingüístico, tan a mano como sencillo: observar, describir y explicar. Sin embargo, entre la Antigüedad y la Edad Contemporánea el estudio de la lengua no siguió una progresión lineal, sino que avanzó en espiral hasta la formalización de la solución científica. Esta debía proporcionar respuestas y resolver algunas de las preocupaciones de los gramáticos contemporáneos: por ejemplo, las de los positivistas del xix, que tomaron la palabra como referente e incurrieron en numerosas imprecisiones. Analizar un fragmento de lengua es como analizar un grano de arena en el vasto desierto, un fútil propósito atomista que lo explica todo del grano pero apenas nada del desierto.[3] Este principio positivista articuló gran parte de los estudios lingüísticos que surgieron en Alemania a finales del xix y cuyos responsables se dieron en conocer como junggrammatische, es decir, gramáticos jóvenes o neogramáticos, los principales promotores del atomismo lingüístico y del estudio diacrónico como única estrategia científica válida.[4] Los neogramáticos reaccionaron contra los comparatistas germánicos del Romanticismo y explicaron la lengua como un organismo vivo que nace, crece y muere. Asimismo, se centraron en el universo de la palabra y desatendieron unidades superiores, que ya entrado el siglo xx serán consideradas en toda su dimensión y relevancia: primero, la oración; después, el texto.[5] Ese texto insoslayable: recordemos que Dionisio el Tracio definió la oración como la parte del discurso que expresa un pensamiento completo (Robins 2000: 66). Como vemos, lengua y pensamiento concurren de la mano desde los testimonios iniciales de la Ilustración clásica. Oración y discurso, también. Como señala Derrida mediante el concepto de la différance, todo elemento de un discurso remite a un elemento anterior, ausente o presente en el propio discurso. Y a otro posterior. Es el dialogismo de Bajtín y el germen de toda la lingüística del texto actual: en la innúmera cadena del habla se producen relaciones sistemáticas entre sus elementos, en los ejes vertical y horizontal. Estas relaciones pueden describirse, no solo por razón del aspecto teórico y formal, estructural, sino también a partir de un enfoque analítico que haga prevalecer la función desempeñada. Y, por supuesto, la descripción de una lengua viva no es, como aseguraban los neogramáticos, «mera acumulación de datos o una actividad no científica» (Cerny 1998: 110). Este surgimiento de la función –como instrumento y, sobre todo, como seña de identidad– es el principal descubrimiento de la gramática del xx, aunque no su mayor preocupación. El gran quebradero consistió en superar la diacronía totalitaria de los neogramáticos y sustituirla por la sincronía, por la descripción de las relaciones estructurales fundamentales en el momento exacto en el que se producía el estudio.[6] Y además lograr que esta sincronía conviviese con el seguro paso del tiempo.

Las dos principales orientaciones estéticas de Occidente coinciden en el tiempo con las dos concepciones científicas de las que surge la lingüística moderna: el Clasicismo fue el marco idóneo para el empirismo de Hume y la atención al sujeto de Kant, mientras que el Romanticismo vio nacer la gramática comparada e histórica, vinculada a Hegel y a su juicio de que la ciencia exige el estudio histórico para ser. Es el comienzo del comparativismo:[7] la gramática comparada pero también la mitología,[8] la anatomía, la paleontología o la biología. No obstante, la gran influencia de la filosofía idealista alemana se dejó sentir décadas después:[9] entrado el xx, la atención se fue moviendo del producto lingüístico al hacedor del signo,[10] ese viejo ser anteriormente sometido a inspiraciones de otros reinos. El esquema comunicativo clásico de Jakobson[11] nos sirve para percibir cómo la atención lingüística se desplaza de un elemento a otro: del objeto –el código y el mensaje– al emisor –el sujeto propio del generativismo, cuyo cuerpo oculta un órgano de valor incalculable que debe ser descubierto–. Y de este emisor se desplaza al receptor y al contexto, al oyente y la situación comunicativa, a la confluencia de diferentes signos de los que surge el funcionalismo y su orientación académica más sobresaliente, la pragmática, que se conforma también como un nuevo nivel de estudio. Todo hablante es a su vez oyente porque todo emisor es receptor, al menos, de sí mismo.

Lograr un método epistemológico productivo también fue y sigue siendo una preocupación de primer orden, sin importar demasiado que ese método viniese prestado por alguna de las ciencias naturales, lo que suele producir «un acoplamiento del quehacer científico al uso» o que se interprete de modo normativo, «lo que en absoluto cuadra con la libertad y la riqueza propias de los procederes en ciencia» (Fernández 1999: 278). En el marco del positivismo de finales del xix, la investigación transcurría en la recogida de todos los materiales relevantes porque la formulación de hipótesis se debía tanto a lo demostrable como al paso de lo particular a lo general.[12] Este método inductivo, heredero del empirismo de Hume, imponía que un hecho debía significar por sí mismo y que solo los hechos significantes y verificables importan.[13] Este método se mantuvo en los estudios estructuralistas, que llegaban a lo general desde lo particular en su afán de descubrir lo que todos aquellos elementos –que, reunidos, conforman la capacidad de hablar– tenían que decir. Que la lingüística asimilase esta metodología sirvió, al menos, para equipararla a las ciencias naturales (cfr. Mairal et al 2018: 45-46). Gracias a la reacción antipositivista, la ciencia del lenguaje pudo evolucionar sin las estrecheces del modelo de Comte, que llevaban la teorización a un callejón sin salida con una formulación caótica de leyes. Y es en este punto en el que surge la que ha sido la preocupación dominante en el siglo xx, la fuerza hacedora del estructuralismo: poner orden a todos esos elementos que conforman el lenguaje y dejar de entenderlos como hechos aislados –sonidos, palabras, frases, acciones, sujetos y objetos, etc.– para interpretarlos como unidades que conforman un sistema en función de las relaciones que establecen. Estas relaciones no son exclusivas de la lingüística, ni tampoco positivas: es habitual que signifiquen más por la capacidad de oponerse que por sus aspectos inmanentes. En la oposición se encuentran soluciones al problema del significado, como demostró Jakobson estudiando el sistema fonológico.[14]

El estudio del lenguaje puede hacerse, atendiendo a la filosofía, desde una triple perspectiva: la ontológica, la etiológica y la teleológica. Esto es: si el interés radica en sus cualidades inmanentes de ser, en su existencia; si, por el contrario, el interés se halla en su procedencia, en el origen de la lengua estudiada; o, finalmente, si la tesis es que el leitmotiv lingüístico no está en el interior del hablante ni en su génesis, sino en su relación con el exterior, con el mundo, en el lugar que ocupa en boca de sus hablantes. Si aplicamos esta tríada filosófica, podemos colegir que la preocupación ontológica es propia del estructuralismo, la etiológica del generativismo y que la teleológica instaura los estudios de tipo funcionalista, entre otras escuelas que comparten preocupaciones. La lingüística estructural y semiológica de origen saussureano ha tenido en el objeto, en la langue et parole, su material de estudio, y lo ha enfocado en las relaciones entre sus partes constitutivas.[15] Pese a partir de lo concreto, el objetivo estructuralista siempre fue dar respuestas de lo general, esa abstracción intitulada lengua. Eso mismo, aunque siguiendo el trayecto inverso, puede decirse del generativismo, que instauró el método deductivo en los estudios del lenguaje e introdujo la distinción entre competencia y actuación, aunque ya la gramática especulativa del xiii[16] estudió la lengua como sistema y no como realización específica.[17] Hoy en día, ambos paradigmas se distancian incluso en la teoría del conocimiento, y miden sus fuerzas con una progresiva vacilación del innatismo. Desde las últimas décadas del siglo pasado, se vino dando en Europa y EE. UU. la creciente desarticulación de las tesis generativistas y el desarrollo de las investigaciones funcionalistas. Este proceso transformó algunas ideas profundamente arraigadas: se dio el paso del surgimiento biológico y la explicación evolucionista[18] a la evidencia cultural. La lengua y el habla son productos culturales, determinados por el uso social y por la comunicación. Pero un producto cultural no incluye una renuncia al componente natural, no destruye la biología, sino que transforma este concepto de lo biológico:[19] lo cultural es propio de lo vivo pero pertenece a otra esfera, es un producto del hombre en cuanto hombre. En este sentido, resulta tentador entender este producto como un universal, pero no en el sentido chomskiano de una ley natural sumergida bajo la superficie material de la lengua, común a todas las lenguas conocidas y por conocer, sino como un producto propio del hombre como participante, en el sentido que le otorga Husserl: lo universal radica siempre en lo concreto. En el exquisito inglés de Oxford, en el prosódico francés del Romanticismo, pero también en la naturalización de una lengua criolla o en el hibridismo de una lengua comercial encontramos el universal de ese producto social que es la lengua. Visto así, la querella entre particulares y universales parece despintarse. Y, como Penélope, todavía sigue quedando mucha madeja por tejer y mucha preocupación por destejer.



[1] En el principio era el Verbo. Y el Verbo era con Dios. Y el Verbo era Dios (Evangelio de San Juan 1:1).

[2] Nos referimos, por ejemplo, al empirismo de Aristóteles. Según Jiri Cerny, el estagirita anticipa la dualidad de Martinet, ya que en Poética subraya la divisibilidad de la lengua en letras: «El error más grave de Aristóteles consiste en repetir con terquedad el término letra en lugar de sonido, ignorando por completo la diferencia que hay entre la forma hablada y la forma escrita de la lengua» (Cerny 1998: 65).

[3] Charles Bally, en 1909, sobre la tradición de estudiar el lenguaje a partir de fragmentos de texto escrito: «Que d'erreurs ne sont pas dues à l'habitude vingt fois séculaire d'étudier le langage à travers la littérature, et combien celle-ci, pour être appréciée sans parti pris, gagnerait à être ramenée à sa source naturelle, l'expression spontanée de la pensée!» (Bally 1909: 20). Esta es una de las convicciones de más actualidad: la expresión poética solo explica una pequeña parte del lenguaje humano.

[4] Según Coseriu, son cuatro los principios metodológicos del positivismo científico, no solo del lingüístico: principio del individuo, de la sustancia, del evolucionismo y del naturalismo (Coseriu 1981: 37).

[5] En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Guillermo Rojo afirmó que fue «largo y complejo el proceso a través del cual el estudio de los fenómenos sintácticos, relegados casi siempre a un lugar marginal en los tratados gramaticales, ha ido creciendo en importancia hasta alcanzar el lugar central de la Gramática que ocupa en la actualidad» (Rojo 2001: 14). Aunque la sintaxis fue estudiada a lo largo de la historia, tanto en Grecia como en la abadía de Port-Royal o por la gramática tradicional, fue en el xx cuando se le concedió toda la autoridad como objeto de estudio para la descripción y la explicación.

[6] «Se llega a la comprensión de la lengua por la descripción» (Collado 1974: 152).

[7] No es casualidad que una sola figura destacase en ámbitos que, a ojos de hoy, pueden parecer diferentes e incluso discrepantes. Casos como el de Max Müller –cuyos estudios etimológicos ejemplifican cómo la lengua sirve a otros propósitos–, Spencer, Boas, Malinowski, Husserl o los hermanos Grimm. Es el caso también, aunque en otro siglo, de Edward Sapir.

[8] Sobre el método comparativo y los estudios etimológicos de Max Müller para explicar los fenómenos míticos: «Dicho método parece consustancial con el nacimiento de la mitología científica desde el siglo xix, en el que la mitología comparada de Max Müller y sus seguidores hizo furor en toda Europa en un primer momento, a la par que el desarrollo de la lingüística indoeuropea. Conociendo posteriormente un profundo descrédito, debido a su carácter altamente especulativo, destacado irónicamente por Andrew Lang, cuando señalaba que, de acuerdo con la metodología de Max Müller, Napoleón podría ser interpretado como un antiguo mito solar» (Bermejo Barrera 2003: 472).

[9] Estamos a caballo entre dos siglos y, a medida que el Romanticismo va perdiendo fuelle, empiezan a hacerse notar ciertos trabajos como el de Georg von der Gabelentz, que según Coseriu ejerció una notable influencia en Saussure: «La mayor parte de las divisiones atribuidas a Saussure, como diacronía y sincronía o lengua y parole, fueron establecidas por Gabelentz» (Coseriu 1981: 131). Y no solo él: fueron muchos los que contribuyeron al proceso de crisis de la lingüística comparatista del xix y el proceso de transición a nuevos métodos que depararon una nueva ciencia, la lingüística mediante el estructuralismo.

[10] Las relaciones entre sujeto y objeto, entre hablante y lengua, parecen no añadir novedad, dado que la lengua siempre se ha tratado como una relación entre un sujeto y el objeto lingüístico: alguien predica algo. Ya Platón separó el componente nominal del predicativo en la oración y Protágoras formuló distintas formas de modalidad oracional, como la afirmación, la negación y la pregunta (Robins 2000: 55). 

[11] Que, como es sabido, es una refundición del órganon de Karl Bühler: https://cvc.cervantes.es/ensenanza/biblioteca_ele/diccio_ele/diccionario/funcioneslenguaje.htm

[12] Entre las críticas al método inductivo en lingüística, «Hjelmslev señala que el método tradicional de la lingüística es inductivo, es decir, se mueve de lo particular a lo general. Parte del sonido o del significado individuales y pasa a clases de sonidos o a significados generales y básicos. La descripción va del segmento a la clase y no a la inversa. Es un método sintético, generalizador, no ana­lítico o especificador. Lo inadecuado de este método en el caso de la lingüística es obvio –dice Hjelmslev–, ya que los conceptos a que llegamos mer­ced a él no son generales, ni válidos fuera de un sistema lingüístico particular. […] El método inductivo tradicional conduce de la fluctuación al accidente, no a la constante, opina Hjelmslev. Contradice, pues, el principio empírico, ya que no puede asegurar una autodescripción coherente y simple» (Malmberg 1974: 156).

[13] Coseriu, respecto al atomismo: «El principio del individuo o del atomismo científico significa que la atención del investigador se concentra en cada hecho particular y que la universalidad de un hecho se considera como resultado de una operación de abstracción y generalización sobre la base de muchos hechos particulares» (Coseriu 1981: 37).

[14] Conocido es el ejemplo de Lévi-Strauss respecto a las oposiciones: donde no se cocinan los alimentos, no se tiene noción alguna de lo que significa que la carne esté cruda.

[15] Esta es una definición muy extendida del término función: «Función es el vínculo entre dos elementos» (Collado 1973: 131). Jiménez Juliá alude a la definición que da Dik en Functional Grammar como «relación entre partes» (2012: 452). Para más información sobre el término, véase García Velasco (2003: 17-26).

Guillermo Rojo reflexiona sobre la incómoda polisemia de función, funcionalista o funcionalismo (1994: 8) y propone la siguiente definición: «Función es siempre aquello para lo que sirve un objeto, es la relación existente entre un elemento y el sistema en el cual está integrado su papel en el conjunto» (1994: 13-14).

[16] Esta gramática modista estableció las categorías gramaticales y se dedicó al estudio del lenguaje y no de las lenguas particulares, anticipando el universalismo chomskiano. Sobre la cuestión de los universales en la escolástica: «La idea de una estructura universal de pensamiento que posee toda la humanidad, o al menos toda la humanidad civilizada, fue tal vez una idea connatural a los racionalistas. Parecidas actitudes hacia la gramática de las lenguas reales se encuentran en las obras de los gramáticos racionalistas de Port Royal, que repiten en una forma diferente el anterior universalismo de los gramáticos especulativos escolásticos» (Robins 2000: 171).

[17] Es posible atribuir a la escuela modista el primer modelo de análisis sintáctico conocido. Sobre las actividades de estos escolásticos: «Puede afirmarse de hecho que los modistas llegaron a formular una teoría clara y coherente de la estructura de la oración y del análisis sintáctico, una teoría que trata niveles de estructura más profundos que los directamente implicados en las categorías morfológicas de las palabras con inflexión de la gramática latina de Prisciano» (Robins 2000: 134).

[18] Los comparatistas y neogramáticos del xix consideraban la lengua un organismo natural cuya propagación guarda una «estrecha analogía con el crecimiento de los vegetales» (Collado 1974: 36).

[19] Las hipótesis del generativismo pueden resultar muy estimulantes y sugestivas. Aun con la falta de verificación, aportaron un punto de vista absolutamente saludable para la investigación científica, quizá no por la posibilidad de confirmar sus presupuestos sino por la oportunidad de desmentirlos. En este sentido, parece pertinente señalar que el aspecto gramatical, puramente lingüístico, articula y motiva sus esfuerzos, pese a haber legado una cierta obsesión por el genetismo.

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