Los universales
La lingüística tiende a expresarse, como en un acto de fe y en una tradición, de modo binario. El seguimiento de escuelas y orientaciones, de paradigmas, métodos y herramientas, de la vasta aportación teórica que ha ido modelando a la ciencia del lenguaje desde sus vagidos hasta su madurez, deja tras de sí una torrentera de términos, pensamientos y enfoques que, mediante la adecuada operación quirúrgica, se escinde en dos. Esa espesura metalingüística y conceptual puede disponerse de un modo sencillo, que no resulta en absoluto insólito: el establecimiento del orden dicotómico. Esta manera de ser, de pensar y de explicar, puede rastrearse hasta sus orígenes y alcanzar el mismo comienzo de todo, el albor de las entidades más primitivas expresadas mediante correlatos: la propia conciencia de existir y de la muerte venidera y las formas de afirmación y negación. Desde la caverna y desde Platón, cada término o teoría obtiene un contrapunto: al surgir una entidad se esculpe al instante su contraria. El recorrido por este período de ciencia lingüística deja una herencia que, de modo anecdótico, queda formalizada por el análisis estructural que ensaya el distribucionalismo, que siempre encuentra la manera de dividir toda expresión sintáctica en dos. Esta herencia consiste en un florilegio de oposiciones que entretiene la mente de lingüistas, estudiantes y lectores curiosos: lengua y habla, paradigmático y sintagmático, diacronía y sincronía, marcado y no marcado, transitividad e intransitividad, tema y rema, prótasis y apódosis o los rasgos distintivos del sistema fonético, como sordo y sonoro o estridente y mate. Significado y significante. Emisor y receptor. Y, cómo no, la oposición que articula el desencuentro teórico entre formalistas y funcionalistas, que asientan toda su arquitectura en lo más simple, en la expresión de lo interno y de lo externo. La autonomía de lo inmanente o de lo trascendente. La tesis y la antítesis.
Como se puede observar, se ha cometido el error de mezclar contrarios de naturaleza lógica y conceptual con opuestos o contrapuntos teóricos, incluso con ciertos planos complementarios, como la distinción saussuriana entre relaciones paradigmáticas y sintagmáticas o entre diacronía y sincronía. No todo lo que se ofrece materializado en dos constituye una dicotomía. No obstante, esta miscelánea, este cajón de sastre taxonómico, no es óbice para formular que esta manera binaria de ser de la lingüística –y de las ciencias humanas– conduce a una situación incómoda, en la que el sujeto pensante debe tomar partido. Si eres innatista no puedes no ser innatista, por supuesto, pero si defiendes el dominio de la comunicación no puedes creer en lo innato. Como en un arreglo ideológico, la ciencia se dispone en orientaciones –en ocasiones antitéticas, muchas otras veces más próximas de lo que cabe colegir– que atraen a sus partidarios, a los que se trata de persuadir porque la salud de una teoría, además de por la solidez de los argumentos, también se calcula por el volumen de sus seguidores. Como el to be or not to be del príncipe Hamlet, la productividad teórica de dos posiciones contrarias queda enrarecida cuando se trata de tomar partido. Debemos posicionarnos y aceptar, como un credo, la consigna a la que nos adscribamos. Sin embargo, esto no es así. La controversia entre formalismo y funcionalismo, entre deducción e inducción, entre innatismo y uso y entre abstracción y descripción, parece obedecer a motivaciones y ruidos extracientíficos, al marketing de la investigación. En los discursos no hay conflicto, aunque sí discrepancia. Esa dialéctica se deja ver con claridad en las dos conferencias que resucitaron la cuestión de los universales en la segunda mitad del XX, la de Dobbs Ferry en 1961 y su contestación en Austin seis años después. Al frente de cada una, dos referentes de la investigación lingüística en EE. UU., Joseph Greenberg y Noam Chomsky. La consecuencia de esa tensión dialéctica es que ambos dan lo mejor de sí, y, una vez se agota el modelo, se produce la marcha a regañadientes a una solución inevitable, la revisión y actualización de los viejos paradigmas o la fundación de uno nuevo. Toda dicotomía puede sentirse de pronto enferma y recuperarse por el concurso de una tercera vía, en la que se integre lo indispensable de cada una: lo inherente y lo trascendente, lo interior y lo exterior, la modularidad y el uso. Entre el sí y el no, el quizá. Entre lo endocéntrico y lo exocéntrico se abren las aguas de la conciliación. Esa actitud, que ayude a la lingüística a definirse por lo que es y no por lo que no es, no es una ensoñación ni una ingenuidad. Queda abierta la oportunidad de superar el desarrollo dicotómico y su consecuencia: la creación de estancias cerradas, compartimentadas, discretas. Queda abierta la definición por inclusión y una ciencia del lenguaje en la que el formalismo no sea ausencia de uso y el funcionalismo no sea negación de la abstracción. Universales, sí o no. Sí, pero el interés está en el matiz. ¿A qué le decimos sí? ¿A la existencia de universales? Un universal lingüístico es aquella propiedad común a todas las lenguas conocidas y por conocer. Por lo tanto, son inherentes a la propia lengua porque toda lengua incluye en su interior un artefacto de universales. Lo que se discute es la preponderancia y la naturaleza, el grado de influencia y el inventario. Se difiere en la trascendencia del concepto, en la intensidad de la atención prestada. Y esto ha traído consecuencias indeseadas, como el hecho de que la lingüística, en su devenir teórico, haya opuesto al concepto de universalismo el de descripción. Esta insistencia resulta insólita, por cuanto no hay razón dable para que el universalismo no pueda describirse: a lo universal, incluso a lo general, aceptando los matices pertinentes, se opone lo restringido e individual, lo específico y particular. Que la problemática de los universales descanse en esta falta de precisión debería hacernos recelar. Por suerte, que el universalismo pueda describirse facilita el desarrollo teórico y ampara esa tercera vía, que es la de la amalgama, la de la fusión o la de la reinvención. La síntesis de Hegel se prepara para recibir a los nuevos candidatos: el cognitivismo de Lakoff viene a cuestionar aquello que formalistas y funcionalistas comparten, la tendencia a una oposición que los hizo fuertes. Independientemente de si supone una especificación intermedia de ambos paradigmas, de si parece satisfacer y dar por resuelta la síntesis dialéctica, lo más interesante de esta orientación consiste en introducir la posibilidad del continuum y romper con ello los límites del carácter discreto de rasgos y unidades. Queda por saber si operar de este modo trae claridad o precipita más confusión y ruido. Es fácil imaginar la incomodidad que este camino abierto puede causar a formalistas y funcionalistas, tan convencidos de que desarticular la posición de su contrario equivale a validar la propia. Ambas orientaciones aventajan al cognitivismo en tamaño y repercusión, pero sobre todo en originalidad. Quizá la enmienda mayor que puede hacérsele a conceptualistas y objetivistas sea la de ir tejiendo tesis a base de telas y remendos de otras escuelas. Las sobras de otros. No obstante, independientemente de que la tríada dialéctica cristalice en el cognitivismo o en un funcionalismo más atento a los aspectos modulares de la producción, ninguna escuela o investigador, ya sea especulativo, predictivo y deductivo o ya sea estadístico, descriptivo e inductivo, debería dar la espalda al estudio de los universales. Tal vez el mayor conflicto que han generado no aluda a su existencia, sino a la utilidad: mientras los formalistas los han reclamado para señalar la autoridad de sus teorías, los funcionalistas los han admitido y alzado para reafirmar el error innatista. De nuevo, frente a frente: el par que no cesa. Este carácter binario está motivado, en su mismo origen, por la propia naturaleza de los universales. Definir un universal no debería implicar mayores resistencias: es universal aquello que no puede no ser en cualquier momento, en cualquier circunstancia, aquello que es inherente a la vida del hombre como individuo pensante y verbal. Una vez más, una misma naturaleza expresada en dos planos, el del pensamiento y el de la comunicación verbal. El pensamiento, territorio abstracto, lógico, ideacional en la terminología de Halliday, está motivado por conceptualizaciones y reglas computacionales no accesibles mediante los datos, pero que podemos abstraer. La estela de esta disputa nos retrotrae al pensamiento medieval, cuando la problemática de los universales supuso un riesgo para la demostración tomista de la existencia de Dios: el nominalismo de Ockham negaba al hombre la capacidad racional de demostrar la existencia de entidades abstractas superiores. Estas dudas no quedaron resueltas. Siglos después, Descartes y Leibniz reforzaron el pensamiento abstracto y le dieron legitimidad de uso racional. Por supuesto, obtuvieron una fuerte réplica procedente de Gran Bretaña, contestación que está en la base del pensamiento de Greenberg, cuya defensa de la investigación tipológica conecta con esa manera de enfrentarse a los universales del nominalismo y del empirismo, mediante la condena de la abstracción. Greenberg trae la materialidad de los datos, la inducción como el único camino para la demostración de universales, y pone contra las cuerdas a Chomsky, reanimando tan antigua discrepancia. La idea apenas ha cambiado, solo se ha adaptado a su tiempo: debemos dirimir si una entidad existe de modo abstracto o depende únicamente de su realización. Mantenemos la duda que Guillermo de Ockham legó: si la idea de hombre es exterior a los hombres o son ellos quienes le dan forma mediante su existencia. El carácter binario parece no agotarse y afecta, como ya se ha señalado, a los mismos universales. Desde las conferencias de los años sesenta en EE. UU., en las que la ciencia del lenguaje recuperó su viejo interés por los universales, estos se han dividido también en dos. La clasificación varía en tanto lo hacen los autores y los enfoques: débiles y fuertes, selectivos e implicativos, sustantivos y formales, etc. De nuevo, y siguiendo a Ockham, lo más sencillo se impone: si el lenguaje es lengua y habla, tiene que haber universales de la lengua y universales del habla. Los del primer grupo son de naturaleza teórica, abstracta, y sus resultados no pueden soportarse en el análisis de datos: estamos ante las reglas y las operaciones computacionales que suceden en la mente y que mecanizan la producción lingüística. Los del segundo grupo, en cambio, son específicos, se realizan de modo independiente en cada lengua. Son los conceptuales, un inventario de signos lingüísticos –unos sesenta– que cualquier hablante comparte mediante el uso. Conceptos primitivos como vivir, morir, sí o no se realizan acústicamente y pertenecen a este grupo, en el que cada entidad tiene su correspondiente unidad léxica2. De este inventario se puede ocupar, como cabe colegir, la lingüística descriptiva, aquella que priorice la observación y la interpretación. Mientras estos últimos son los universales que interesan al funcionalismo, los del primer grupo motivan las investigaciones formalistas. Toda investigación lingüística debería comprometerse a no refutar hasta que la evidencia lo determine, pero también a priorizar herramientas: la primordial, la de los datos. Esto no significa que la lingüística deba comportarse como mera estadística y acumulación de tablas y porcentajes, sino que el proceso de selección conduzca a una verdadera escuela de la interpretación. Solo de este modo se conformará una teoría sobre el lenguaje que reúna ambas orientaciones del pensamiento dicotómico, la abstracción y la descripción. El tratamiento de los datos debe servir a un propósito mayor: una interpretación que refrende la teorización apriorística, porque si se pierde el valor lingüístico de la abstracción los datos solo servirán para llenar estanterías. Dado que el lenguaje humano posee un plano doble, dado que es abstracción y realización, competencia y actuación, lengua y habla, la ciencia del lenguaje no debe descuidar ni el aparato teórico ni la experiencia material. Necesita, para ser, expresarse doblemente: mediante la fuerza explicativa de la abstracción, de un sólida estructura teórica, y mediante la fuerza descriptiva que ofrece la lingüística de corpus, cuya máxima aportación debe ser darle a la hipótesis racionalista toda la legitimidad de lo demostrado por el aparato empirista. El universalismo especulativo debe transformarse en un universalismo científico y descriptivo basado en los corpus. Si estos son casi todo y tienen la potencialidad de registrarlo todo, entonces tendremos los materiales y podremos confirmar propiedades inherentes a la teoría de la producción universal del lenguaje. Y quizá, solo entonces, podamos afirmar que el lenguaje siempre se divide en dos.
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