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Moneo y el tiempo

David Aller

Cuando Marcel Proust llegó al Majestic, el 18 de mayo de 1922, James Joyce ya estaba borracho. Aquella cena reunió a los dos novelistas más celebrados de la época y enfrentó dos formas de entender y manejar el tiempo. Mientras Proust lo espesó y midió con melancolías, Joyce lo secuestró cabalgándolo a horcajadas. La manera proustiana se deja sentir en la precisión de relojero con la que Moneo coloca sus obras en su época, un territorio inteligente que ilumina la pervivencia de la actualidad de la obra y además propone que la revuelta dialógica de Joyce no huya de los edificios como flechas de animadversión u olvido.

La convicción estilística de Moneo queda subordinada a un principio dominante, el significado de la obra. El estilo en Moneo es el edificio, una creación viviente que emite y recibe y en cuya génesis se convoca a Joyce, para quien cada palabra, como cada ladrillo, es un acontecimiento. En este sentido cabe interpretar el lenguaje moneoísta: la forma y el contenido son una misma entidad, autoportante, y el edificio, como la criatura de Miguel Ángel, necesita que su voz sea su cuerpo. Tanto Joyce como Moneo esperan que la obra venza al tiempo, con una salvedad, Moneo no incluye su salvación personal –en esta renuncia reside la satisfacción de crear– y quien lucha es el edificio, alter ego que reemplaza al arquitecto. Que la obra se mida contra ese elemento triunfal es la biología misma del hecho artístico. Mientras Joyce se comporta de manera obsesiva para ganar tiempo al tiempo, como una Penélope que desteje por la noche lo que teje durante el día, Moneo espera que ese decurso ejerza influencia sobre la obra solo a medias entregada, solo a medias terminada, a la espera de que su propietario y arquitecto último, el tiempo, decida sobre ella.

El tiempo y la biología y la voz, una brisa cantábrica meciendo al Kursaal, en cuyos ángulos la Tierra interrumpe su redondez. La esfericidad rota es un efecto involuntario y convoca al Moneo más militante, aquel que piensa la ciudad y piensa en ella, elegante, sólido y riguroso, un Moneo ejemplar que en el respeto ejerce una pequeña transformación. Ese cubo alberga lo infinitamente grande y representa lo infinitamente pequeño, el mismo significado de la palabra kursaal, una sala de curas habitual en los balnearios centroeuropeos, donde el tiempo, también, se significa y transcurre consciente o inconsciente. En ese kursaal relojero se reúnen la generosidad de Moneo, la ambición de Joyce, la melancolía de Proust y la música garganteada de Thomas Mann, cuya montaña mágica se dibuja en el horizonte donostiarra, detrás del creciente edificio, quien ve girar manecillas entre las frías olas venideras y rompientes.

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© 2014 por DA

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