Paraíso
En realidad no puedo. No puedo ser padre de mí mismo. Me duele ser consciente de ello, de que no puedo ser un padre para mí, un padre a medida, el padre que yo quiero. Llevo toda la vida intentándolo, creyendo que yo mismo podría suplantar todas las carencias. Que el amor que yo puedo darme, que los cuidados que puedo darme, que la educación, los valores y el camino que yo puedo enseñarme equivalen a los del padre que no tuve, a los de la madre que se fue. Que una consecuencia del progreso es que no necesitamos más que al ser propio, al yo, y ese yo no necesita padres para ser, solo procreadores. Antes de nacer yo ya era huérfano. Hubo un inseminador, por supuesto, como para todo el mundo, no procedo de una paloma ni de un pichón. Tuvo lugar un proceso industrial que se inició con un varón que engendró con su pene a una mujer en edad reproductiva e industrial. Desconozco quién fue ese hombre, no me interesa. Si mi madre estuviese viva quizá me lo contaría; yo la escucharía sin ningún interés en ese tipo en concreto, un tipo cualquiera que no es más que un código genético, una secuencia microscópica. Un eslabón del proceso, un medio de producción. Algunos niños proceden de un proceso industrial específico llamado violación, la escritura genética no discrimina una cosa de la otra, no antepone el amor como condición para la obtención del producto.
Mi nombre es Tereso, te-re-so. Seguro que ya lo sabían. Tiresias primero, Teresa después, ahora Tereso. Tres personajes, una trinidad, la Madre, el Hijo y el Espíritu Santo, tres maneras de... ¿de qué? En realidad no me llamo Tereso, ya casi nadie se llama así, es un nombre un poco rancio, prehistórico. Yo lo uso porque es como una especie de nombre artístico. El nombre que designa un cordón umbilical. Mi madre se llamaba Teresa, nació y vivió en un pequeño pueblo de la provincia de Valladolid, Villanueva de los Caballeros, quizá les suene, la autopista pasa cerca. Luego vivió en Ávila. Muy poco tiempo, allí no le dio tiempo a casi nada. A ser Teresa, en Ávila. A parir un niño, yo. Su historia es real, no me la he inventado. Nunca me inventaría algo así, eso me convertiría en alguien despreciable y pretencioso, alguien que se sirve del arte como salvoconducto para intervenir en las emociones de los demás. Yo nunca haría tal cosa, nunca pretendería convertir una mentira en una verdad. La verdad es que soy Tereso en honor a mi madre y soy el autor de esta obra en la que hablo de ella, de mi difunta mamá, y de mi hermano Alfredo.
Debería callar, me gusta callar, respeto al que calla, pienso que callar en un teatro es la mejor manera de estar en el mundo. Así me gusta imaginarlo: un enorme silencio, como el de los espectadores en un patio de butacas. Un cementerio de pensamientos, de ideas, de opiniones, de palabras, de arte, de teléfonos móviles. Ojalá también un cementerio de prejuicios, de respiraciones. La nada humana, esa es mi idea del paraíso, los nueve cielos de Dante Alighieri reducidos a un silencio, a un vacío. La humanidad callada mientras Dios, el cristiano, o Yahvé, el judío, o Alá, el musulmán, o Zeus, el pagano, o el dios que sea y de donde sea y para quien sea habla. Ese mismo dios que nos invita a reunirnos en un teatro y nos habla de lo más especial que nos ha dado, a todos, eso que tanta felicidad nos produce y también tristeza, tanta ilusión y tanta angustia, eso que lo representa todo... Sí, el amor. El amor es lo más importante que hay en el mundo, es tan importante que no sabemos ni explicarlo; es como el tiempo, todo el mundo sabe lo que es pero nadie sabe describirlo...; el amor es mucho más que quererse o sentir cosas especiales por otras personas, más que tener buenos pensamientos y deseos. El amor es una energía colosal, una fuerza cósmica que aferra las manivelas del mundo y lo hace girar. El amor es como el big bang, como la gravedad, como la mitosis celular, como el agua, una explicación del origen de la vida, del éxito biológico de esa vida. Nuestra supervivencia como especie la debemos al amor, es lo que Darwin no supo explicar, él se enredó en la observación y en las explicaciones naturalistas, introdujo la ciencia donde la ciencia puede llegar, en la selección natural, en la adaptación al medio, pero dejó fuera un elemento crucial, decisivo: la fe, la verdadera fe de este mundo es esa energía igualadora y revoltosa y revolucionaria, la fuerza de un amor que se manifiesta como los dioses, con su invisibilidad y omnipresencia.
Hablo del amor porque el amor me preocupa, me preocupa que no lo estemos tratando adecuadamente. Que no seamos conscientes de la responsabilidad que representa, de la deuda vital que tenemos para con él. Creo que debemos poner nuestra vida en ello, ayudar a todos, con amor, a que reciban y tengan amor. Pienso en mi padre, bueno, en el inseminador, el varón que por amor violó a mi madre y pienso en esa concepción en la que hubo amor y en la que ella lo recibió con amor tumbada en un jergón. O a cuatro patas tapándose los ojos. Pienso con amor en ese hombre estimulado por amor que ahora será un señor casi viejo y a lo mejor todavía vive porque el amor lo mantiene con vida o quizá haya muerto y se haya ido llevándose amor como lo último y más intransferible. Quizá ese tipo esté aquí, ahora, callado, en este cementerio de opiniones e ideas, en este cementerio del amor. Quizá este aquí y sienta amor por su hijo. O sea, por mí, y piense que tengo un nombre raro para ser su hijo y que si de él dependiese nunca me habría llamado Tereso. Ese hombre se dirá a sí mismo que si llega a saber que me llamo de una manera tan estúpida nunca habría violado a mi madre: para qué hacerlo, si luego la violada se ensaña con el violador poniéndole un nombre absurdo a la criatura que hereda su código genético. Mi madre estaba internada en un centro penitenciario, por amor del Estado, el amor social, el amor de las leyes y las normas, el amor al preso, al recluso, al presidiario, al convicto, al asesino. Sí, presa, reclusa, presidiaria, convicta, asesina de mi hermano, muerta sin más explicación, sin nada más que su cuerpo inerte, un cuerpo desarmado de aliento pero no de amor. Ella murió con mucho amor, lo sé, y pienso que todos deberíamos hacer lo mismo, estar a la altura de ese amor que nos une, un amor pantagruélico e inmenso, inabarcable, el infinito, la fe, Dios, y por primera vez en el tiempo del hombre proponernos lo imposible, hablar entre nosotros, hablar y escucharnos y saber lo que decimos y saber que todos decimos lo mismo, lo único importante, amor, y estar en el mismo pensamiento de la manera más hermosa, la inefable, la cúspide poética, la apoteosis de las canciones. El mismo amor para todos es el mismo dios y la misma vida y la misma muerte.
No puede ser otra cosa, lo veis, ¿verdad? Solos, abrazados, en montones, en fila india, me da igual, pero todos a la vez, al mismo tiempo, en el mismo segundo de esta vida que tanto nos ha desajustado, que tanto nos separa. La mayor y más espectacular demostración de conciencia colectiva, de juicio, de integridad, de responsabilidad. Cambiar el sentido de la vida y elegir la posteridad real. Nunca el ser humano habría mostrado tanta humanidad, tanta solidaridad, tanto civismo, qué locura de respeto y de amor por sí mismo, ¿verdad? Todos juntos, a la vez, el amor colectivo sobre lo individual, todo el mundo entregándose al sueño eterno a la misma hora del mismo día en el lugar que todos elijamos, por amor, y luego el gran silencio, la no respiración, la paz final. En la muerte es donde yacerá para siempre el amor de nuestra especie. No será fácil lograrlo pero es posible, podemos conseguirlo, el mayor hito que la humanidad se haya planteado y realizado. Descubrir el fuego, la penicilina, inventar la rueda, la escritura, la máquina de vapor, las depuradoras, la inteligencia artificial, pisar la Luna, todo eso son pequeñas cosas y anecdóticas en comparación con un amor tan poderoso que lleve a 7000 millones de personas a dejarse ir a la vez. Entregarse al unísono al mismo amor, idéntico, verdadero, omnipotente. Eso es Dios. Y por ese dios debemos ser escrupulosos, porque esto que propongo no es una enajenación ni consecuencia de los efectos de una droga, de un mal sueño; no, al contrario, consiste en una responsabilidad, en una ética, en una herencia, en devolverle a la madre naturaleza lo suyo, en devolvernos a nosotros lo nuestro.
Hay muchísimo trabajo que hacer: desmantelar las centrales nucleares, devolver los buques a tierra, desactivar y enterrar las bombas atómicas, rellenar los pozos, desconectar toda presencia del ser humano, fregar toda huella, es importante dejarlo todo resuelto. El orbe será ahora de los animales, de las plantas, de los patógenos, debemos pensar en ellos, en los seres vivos que ocuparán estas tierras cuando nos hayamos ido. Ellos son los verdaderos dueños, ellos habitarán nuestras ciudades. Entrarán los lobos en nuestras casas mientras los jabalíes duermen en nuestras camas, se sentarán los burros y los tejones en nuestros sofás, frente a nuestros televisores, al tiempo que correrán los gamos por nuestras calles. Esa es mi idea del paraíso, los osos caminando por los parques Elíseos, mirándose en los escaparates, los elefantes de la Quinta avenida mirándose en los escaparates, los tritones de Central Park tomando el sol en las tumbonas del Plaza y del Ritz Carlton, las jirafas y los corzos de Trafalgar Square entrando y saliendo de la Galería Nacional con mordisquitos de Turner y Botticelli. Dios, dios, qué entusiasmo, quiero verlo, necesito verlo, el paraíso, el mundo del hombre vacío del hombre y la sola figura de Dios caminando las calles vacías, recorriendo el mundo con una mochila llena de manzanas mordidas hasta que una recua de linces le salga al paso en medio de las Ramblas, hasta que las alondras, los vencejos y las carracas sobrevuelen la Sagrada Familia y hagan nevar su guano sobre la piedra sagrada. Hasta que el Liceo de Barcelona lo ocupen los murciélagos, las liebres y las ardillas, los rebecos y los gatos monteses, los armiños y las salamandras. Que se sienten donde ahora se apoltronan las autoridades, las personalidades, los famosos, los correveidiles, los perdularios, los filibusteros, los diletantes, que observen el escenario mientras un pavo real menea la cola y un orangután se sujeta la brocha. Que al terminar la función las gallinas miren a derecha e izquierda antes de cruzar la calle, para que no las atropelle una familia de burros donde antes había una familia de guiris. Entonces habremos construido el paraíso, juntos, y la inteligencia superior volverá al chimpancé, de donde nunca debió moverse. Ese es el mundo que debemos querer y lo podemos tener, el paraíso, la inexistencia, el reino del que procede Tiresias. Está en nuestra mano convertir a Caronte en una naviera que dé empleo a veinte mil almas, construir un viaducto sobre la laguna y una red de autopistas, está en nuestra mano restaurar el infierno levantando centros comerciales con ascensores panorámicos para que Tiresias pueda subir y bajar desde su agujero, para darle entretenimiento y conversación. Para darle amor y no volver a señalarlo y que nunca, nunca, vuelva a sentirse el horror.
Qué felicidad, ¿verdad? La pureza. Todos conocemos las Ramblas de Barcelona, todos nos hemos horrorizado paseando por ellas. Hubo un chico de Cambrils que se horrorizó también del mundo en el que vivimos y las atravesó con su furgoneta, ¿se acuerdan? Yo estaba allí, era verano, todo el mundo iba con ropa ligera, pensando en sus cosas, el chico de Cambrils quizá pensaba que sus cosas eran también las cosas de los demás. No lo sé. Quizá pensaba que le aguardaba un paraíso en la siguiente curva, en el siguiente cráneo, un harén de placeres y honores. Lo recuerdo a propósito porque no quiero terminar esta divina comedia de esta manera, prometiendo un paraíso que no existe, al que se llegue desde el purgatorio de mi madre, siguiendo unas flechas iluminadas por unos pasillos iluminados y un sistema burocrático de turnos, en el que Caronte sea el capitán de un Titanic que surque las aguas profundas, un paraíso en el que el amor deje de hacernos falta y sin darnos cuenta nos sorprendamos construyendo una nueva civilización en el mismísimo infierno, en el inframundo del que huyó Tiresias, del que quiso huir mi madre, del que yo también huyo. No hay posteridad para el amor, no hay eternidad para él, no hay juicio final. No hay huida. Hay ahora. El amor es fuerza, es imparable, es nosotros en cada momento, es el tiempo. Pero también es un acto de fe: yo quiero expropiar al ser humano de las Ramblas, recuperarlas para los lobos y las cebras y los elefantes, qué bonito sería arrancarles las Ramblas a los turistas y también a los barceloneses, llegar a ellas y detenerse, justo en el medio, donde está el mural de Miró, donde aquel chico de Cambrils aparcó su furgoneta blanca que ya había dejado de ser blanca. Desde que prendió el motor delante de su casa dejó de ser blanca. Qué bonito sería, allí mismo, encender el radiocasete de su furgoneta roja y poner una vieja cinta y bailar y cantar por aquel chico, por los que se llevó por delante, por los turistas molestos, por los que en este instante caminan las Ramblas, por las madres y los padres que miran con asco a Tiresias, por los pronosticadores, por los brujos, por los mortales y los inmortales, por los vivos y los muertos, por nosotros y nosotras, por ustedes y por ustedas, por unos y otras, por todos y por todas. Por Tereso, por Teresa, por Tiresias, él que ha sido las dos cosas, él que está vivo y muerto, revivo y remuerto, él que ha sido la cúspide de los versos, la apoteosis de las canciones, que sin saberlo me ha traído este amor libre, este amor que ahora termino, que ahora se escucha; (empieza a cantar) un amor verdadero, un amor para hoy, un amor de color...; un amor para ellos, un amor para ellas, el idéntico amor...; qué bonito sería, en esta vida, un final tan feliz...; un final como este, un final divertido, uno que nos haga sonreír...
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