Pequeñas ventanas de Guangzhou I
Hace un rato, mientras regresaba de la biblioteca por la avenida fluvial, distinguí un grupo de personas, diez o doce, la mayoría hombres; caminaban un poco distraídos, a ratos vacilantes, en comitiva, quizá en cortejo, miraban en derredor y señalaban las alturas inalcanzables de algunas azoteas, de las que parecían hacer comentarios clarividentes. Mi primer impulso fue hacerles una fotografía, y pese a que no estábamos lejos la foto resultó ser bastante mala, aunque adecuada para reconocer el uniforme convencional, traje oscuro y camisa blanca, y un menudo aspecto de informalidad. Buenos zapatos, de piel. Luego me dieron la espalda, cruzaron la calzada en dirección a la flamante jungla de negocios y se esclarecieron las coronillas, despobladas y pálidas y sexagenarias, convertidas al cabo de los pasos en un descoloramiento puntillista de tonsuras, de tácitas sonrisas y miradas revenidas, de colores mortecinos sobre los que se atraviesa algún borrón de rojo intenso, bermellón o escarlata, alrededor de las bocas y de los mentones arrebujados entre las gelatinas de los gaznates. Las manos en los bolsillos, donde saben estar y esperar, caedizos por el peso y la gravedad, y los abdómenes destensados, rompientes a medida que se allegaban las mesas repletas en su lado de la calle, su propiedad y su riqueza y su mundo. Entre ellos dos mujeres, finas y teñidas y elegantes, peinadas, los labios discretos, de poco comer y hambre desconocida, de elasticidad en derredor del mentón y los abdómenes fajados, tal vez zurcidos en cesárea horizontal y por supuesto disciplinadas y preceptivas y quién sabe si amnésicas o hartas. Es la primera vez en las tres últimas semanas que veo un grupo numeroso de occidentales. Ver uno –no un grupo, un solo ejemplar– es algo inhabitual, esporádico, que consiste en una extraña epifanía en este estigio de la globalización, y de esa eventualidad resulta una extrañeza. Al verlos y enrarecerlos reparé en que llevaba días desatendiéndome de las caras que estoy acostumbrado a ver –y a las que pertenezco: caucásicas, blancuzcas, a veces un poco salpimentadas– y que ya no esperaba verlas, habían pasado de la cotidianidad y el nítido reflejo a una especie de inframundo en el que impera el frío recuerdo, la incomodidad y la misma deserción. Cuando los blancos se encuentran en un mundo sin blancos se miran como si se necesitasen, como si debieran protegerse u otra cosa se debiesen y las condiciones ambientales hermanasen a quienes se desconocen. Un triste asunto de camaradería racial. Sin darme cuenta –o tal vez he puesto toda mi voluntad en ello– vengo experimentando un blanqueamiento interior: me he habituado a no ver –ni querer ver– a nadie con quien comparta ciudadanía, palidez, alfabeto. Nadie con quien comparta estar lejos de alguna parte donde quede un ancla emocional. Soy consciente de que soy diferente –algunas cosas, como el idioma, funcionan como un recordatorio continuo; los niños, todavía fuera de la exigente urbanidad estatal, también te recuerdan que ante sus ojos eres un souvenir–, pero sin embargo esa diferenciación no me produce extrañamiento, al contrario, contraviene como un elemento integrador y extrañamente igualador, y la etnia se despinta y disgrega. En China me siento enraizado, y aunque no soy árbol me consuela ser pertinaz matojo.
Antes de llegar sentía especial curiosidad por descubrir qué se siente al ser un extraño, por saber también cómo podría iniciar una rutina bajo ese paraguas apuntador; pensaba que la mímesis sería irrealizable, que no habría forma de pasar desapercibido y que a ojos de los cantoneses siempre sería otro blanco pasante o un turista más. De nada serviría tener un carné de biblioteca, comprar en el supermercado del barrio, hacer a diario los mismos trayectos en metro a las mismas horas o rebañar el intenso chile de la comida local, bien manipulada con los palillos. Me intrigaba sentirme como se han sentido tantas personas desde que los pueblos se levantaron y echaron a andar –alguien los puso a andar, látigo o verbo en alto–, pero no de manera exacta –eso, soy consciente, conllevaría un drama–, solo una aproximación literaria, una especie de frivolidad consentida y edificante, ser foráneo arrojado y despojado, una pisada suelta como un escupitajo en el vasto continente. La sombra imborrable del Canaán y la huida que solo es huida si además es regreso. Los efectos de colocarme en ese lugar o especie de lugar o incierto decorado, en el que estás sin estar, más fuera que dentro, donde hay más estela que huella, han sido un hallazgo: ese lugar de excepcionalidad duró lo mismo que el jet lag. Dos días. Luego, sin darme cuenta y sin pretenderlo –mi objetivo era el antedicho, pretendía construir y acreditar un desarraigo–, me achiné; me hago cargo de que este proceso es más un producto de mi imaginación y una pintura atrevida que la consecuencia de una integración. Achinarme está en mi cabeza, no está en la realidad pero es real, y cuando hace unos días me trajeron un tenedor en un restaurante me sentí señalado: los demás comensales también empleaban palillos, y sin embargo a ellos no les ofrecieron cambiarlos. Tanto efecto tuvo esa vacilación episódica que, al ver a ese grupo de occidentales, lejos de querer abalanzarme sobre ellos para celebrar que descendemos de la misma rama del único árbol del que se bajó el último mono que fue mono, sentí un segundo impulso, el de alejarme, quiénes son y qué hacen aquí, quién los ha invitado, y en la distancia expresé un deseo íntimo: no quería que nadie me viese cerca de ellos y pudiese relacionarnos.
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