Pequeñas ventanas de Guangzhou II
Desayuno ahora –un mango comprado en un puesto ambulante, brioche al pellizco y café aguado– con la mirada perdida contra los cristales empañados de la ventana. Es martes, el martes de enero en el que el frío y la lluvia han llegado a Cantón. Percibo desprevenido el agua acumulada en los cristales, el extraño silencio al otro lado del borroso horizonte, la complicidad de la pareja inclemente con mis manos heladas: la humedad propia de la mantequilla del brioche y el frío como un nudo invernal en la boca del estómago. Parece la misma lluvia en la que crecí pero no lo es, es una versión discorde de mi lluvia convecina, enjuagó la madrugada y el crepúsculo y ahora se adentra en la mañana con timidez, cayendo y disculpándose al unísono, como esas personas de civismo modélico que a partir de medianoche usan el baño en silencio, acallando con meticulosidad y destreza asombrosas el ruido del grifo, el del cepillo de dientes y el de la caudalosa cisterna, el sonido propio, el que emite el cuerpo y comprueba la acústica del cuarto de baño, los gargajos inconvenientes o el rugido interior evadido y los gemidos entrecortados por el placer o el dolor, por el alivio anestesiado al hallar manera de que la orina no golpee contra el pocillo del fondo del retrete. El repudio al jaleo fisiológico y la pericia de la ocultación, lograr que el agua y los desechos circulen sin atropellarse y no provoquen hartura o desvelo a quienes duermen y no quieren oír lo que nuestros cuerpos dicen. Enseguida me voy, no sé muy bien a qué he venido, dice esta lluvia vagante de enero, foránea y dubitativa e intrusa, alter ego de quien desayuna mango y escribe la palabra mango, una lluvia extranjera que se descalza al entrar en casa y levanta los talones, avanza amortiguando las pisadas y la mandíbula mientras soporta su peso sobre un punto débil, consciente de que esa debilidad es fortaleza para no alterar el descanso de los otros. La lluvia autóctona todavía no ha sido anunciada ni convocada, esta es solo una avanzadilla, ni siquiera, es huérfana en una época que no es la suya, pero en su presencia gravita una paz, la de la limpieza y la hidratación celebradas, el dulce cuidado de la madre que acaricia a su bebé con el agua tibia de la bañera y luego la absorbe con un paño bordado en memoria. Más adelante llegarán el florecimiento y los monzones, la furia torrencial del agua gruesa y pesada, de las nubes destempladas e histéricas, una lluvia meteorítica y estruendosa y purgativa, como la que corre perturbada dentro de las mangueras policiales con la que se descontamina a los reos de sus porquerías interiores, desgastándoles e hiriéndoles la piel. Mientras el café se atempera disfruto sentado de los rastros de agua que convierten el cristal en un collage nebuloso, una barrera que me recluye en el apartamento y solo se quiebra cuando una corriente como una azagaya se cuela por los resquicios de la ventana y de mi ropa de entretiempo.
Si desempaño el cristal con el puño de la chaqueta puedo ver un reluciente parque empresarial formado por siete torres, junto al río; la principal, de setenta plantas y trescientos nueve metros de altura, es fálica y también está enhiesta y además es más gruesa por la parte central, pero no hay nada en ella que la haga especial o distintiva, ni siquiera el gran hueco bajo la cornisa, frecuente en los rascacielos del país; ese agujero, consecuencia de una superstición, corrige un desarrollo urbanístico peligroso para el vuelo de los dragones, en riesgo por la sobreabundancia de edificios altos. En la apertura de puertas se concretan una servidumbre y un respeto, y a la sordina se escurre un miedo atávico, orgulloso e idiosincrático, los dragones importan como importan los antepasados y los espíritus que en su vigilia sobrevuelan las ciudades. Fijo la vista en las siluetas de las torres, intento atravesar las puertas bajo sus cornisas y un movimiento escalofriante de alas me sacude al sentirme rodeado de llamaradas y fantasmas, los de los antepasados de los ciudadanos milenarios con los que cohabito en este piélago de asfalto y hormigón, personas que algún día poblarán el cielo y seguirán siendo serviles y entusiastas con los dragones y con sus viejos difuntos, pero que no por ello convocan folclore alguno al vernos, como si acaso lo mereciésemos o pudiésemos equipararnos en su imaginario. Pienso ahora que los precedentes de que disponía para componer esa imagen de vasallaje universal eran inciertos, comunes estereotipos: ¿acaso la maquinaria de este inmenso país consiste en la subordinación, en el servilismo, en el carácter festivo? La festividad de los chinos contrasta con el particular asueto latino, con nuestro esparcimiento consabido: hay en nosotros una tendencia a celebrar basada en el ruido, en el jaleo, en la notoriedad y el exceso. No solo hay que divertirse, la felicidad requiere de una propaganda, además de serlo hay que parecerlo, y en la determinación está la medida del merecimiento. Nuestra verdad es un haz de inextricables mentiras, un cóctel de narcisismo y aplauso. La diversión china desestima la retransmisión y la artimaña, se aguanta en los colores, en las luces chillonas, en la discreción individual, en el respiradero de las tradiciones y en la preciosa inocencia resultante. Es una manera colectiva de estar en el tiempo y en el espacio. Este carácter reservado es uno de los descubrimientos más gratos; en el segundo avión que me trajo aquí, el colosal Airbus A380-800, compartí fila con una mujer china que me trató como una atracción; durante horas intentó comunicarse conmigo pese a que no había posibilidad alguna de entendimiento lingüístico. Ese monte Everest idiomático no fue óbice para que usara las manos, me señalara y tocara, me mostrara fotos de su teléfono –individuos blancos sobre los que tal vez debería haber mostrado una mínima simpatía–, se quejase porque mi comida tenía mejor aspecto que la suya, incluso mostrase interés por mis libros –Caballero Bonald, estratégica lectura transcontinental, y Muñoz Molina, a quien debo este diario y cuya impronta reviste ya un cierto alcance: su influencia me propone cotas de exigencia todavía inasequibles–. Las ocho horas de emocionante trayecto se vieron salpicadas por la fatal circunstancia de que, al tomar tierra en Guangzhou, veinte horas después de despegar de Madrid y una escala aérea después, ya estaba harto de los chinos.
La fatal circunstancia fue parentética. Al poco de aterrizar me reencontré con Isabel, a quien llevaba sin ver tres largos días –cuando los días se deforman y espesan como siglos; esta distancia programada operó con una incisión profunda y admonitoria–. Mientras ella recogía su maleta, extraviada en uno de los aeropuertos de Moscú (Rusia, madre), yo la esperaba en la ancha acera de la terminal de llegadas, sentado sobre un tocón de hormigón y apoyado contra la cercha de acero atornillada, vigilante sobre mi cerviz; aunque el calor y la polución resultaron irrespirables disfruté del momento, del aislamiento, de que mi bienvenida consistiese en que nadie se fijase en mí. Pasaba una hora escasa desde que pisé la República Popular de China y, lejos de sentirme excitado, experimenté un reconstituyente alivio, un sereno despeñamiento interior, a través del cual recompuse los acontecimientos de mi viaje, las emociones que trajo consigo, haber visto desde el aire lo que tanto he deseado observar sobre el polvo de la tierra. Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates, un pasillo aéreo para la historia y el escalofrío, a idéntica distancia de Bagdad que de Teherán; qué habrá ahí abajo, me preguntaba, pasada la medianoche, siguiendo el rastro vago de algunas luces, pueblos y ciudades, y el desconsuelo por la recordación insoslayable de la pirotecnia de algunas masacres recientes. Después el Golfo Pérsico, el océano Índico, y el oasis, Doha, una exhortación de bombillas y colores y dudoso gusto sobre la arena del desierto. De nuevo el Golfo, atrás la Península Arábiga, y al alba la proa del Airbus enfila los desiertos rocosos de Pakistán y Afganistán, un manto rugoso e inhóspito que se expande hasta dar alcance a las llanuras inmortales de India, Nueva Delhi a lo lejos, aquella cazuela humana de miserias y leyendas. El sol alto, el cielo abierto, y la ruta se traza paralela al Himalaya; durante casi dos horas algunos viejos sueños despiertan detrás de mis ojos, mientras delante una dentadura de colmillos se eleva sobre el horizonte y separa dos mundos. Allí estaba el inefable Annapurna, apresador de sueños, monstruo de cuatro cabezas, los jinetes del Apocalipsis sobre la bestia alba de boca sepulcral, montaña y cementerio de roca y costillas y hielo; bajo una temerosa nube se resguardaba el monte Everest, y a la vista el collado sur que conduce al Lhotse, su hermano siamés; por último, el solitario Kanchenjunga, un carámbano que cierra la cordillera y con ella la recomposición del atlas de mi infancia, al que dije adiós con la pertenencia con la que se despide a los buenos amigos, a los que algún día volverás a ver. Luego el vacío, la soledad, el cansancio, la mujer folclórica al final de la fila y sus carcajadas inescrutables, y más adelante las colinas de Camboya, la frontera herbosa y fluvial entre Vietnam y China meridional, y en el paroxismo de las horas Guangzhou, la criatura y el hongo, la incontenible mancha de hormigón y alquitrán y los innúmeros venenos.
Sentado en los exteriores del aeropuerto pude cumplir otro viejo sueño, menos poético pero también reparador, el de no ver un solo español. Los españoles somos ubicuos en la inoportunidad, y no ha habido aeropuerto o espacio concurrido en el que no haya visto a alguien sospechoso de ser español –esa postura corporal, esa manera de ser, de mirar, de resoplar, de chulearse y de gruñir, de arrastrarse o de intentar levitar: la caracterización del español esgrime una previsibilidad–. El español –sin temor a caer en el vicio de la generalización– es una especie irremediable, perseguidora, una sombra que te antecede como una aciaga advertencia. No estás solo, explican los ojos del español en cuanto identifica a otro español, y en el cruce de miradas se establece una garantía, pase lo que pase estoy aquí, lejos del territorio se anulan las discrepancias, somos iguales, siempre camaradas y compatriotas. Hace años volé de Londres a Estocolmo y lo hice ilusionado por la posibilidad –real, creí, iluso– de ser el único español a bordo; al embarcar me sentí morir, y guardé silencio durante las dos horas de vuelo para camuflarme entre los escasos nórdicos que había. Aquel vuelo, acústicamente, cubría la ruta Valladolid-Alicante. Mi hermana –¿o fue mi tía?–, al oír esta historia, añadió que nunca olvidará la vez que aterrizó en el aeropuerto de Katmandú, en el remoto Nepal: la primera persona a la que oyó hablar resultó ser de Ciudad Real. El impacto es significativo, tanto o más que aquella mañana de 2005 en la que me vi, en el embarazoso pasillo que en el museo del Louvre conduce a la Gioconda de Leonardo da Vinci, apretado en la cola junto a un chico de Santa Eugenia de Ribeira. Dadas las circunstancias, no debería sorprenderme lo bien que me está sentando la distancia: aquí no hay apenas nada que me dirija a España –afectos y consanguinidades aparte, a buen resguardo y en terapéutico letargo–, pero no a España en sí como entidad histórica o accidental espacio para la convivencia y la propiedad y la familia, tampoco es España como realidad sincrónica lo que queda atrás, sino mis circunstancias, las mismas con las que trabajamos en teatro, un cóctel de intimidad y recorrido en el que he venido prevaricando en exceso sin darme cuenta. A China traje una maleta de treinta kilos y, sin embargo, mi equipaje emocional se ha extraviado en algún lugar de la cuenca mesopotámica, entre el Tigris y el Éufrates, o tal vez ha removido en su caída el lodo del fondo marino del Golfo, aunque de verdad espero que se haya hecho alud en el Himalaya y se enverdezca en los valles del sur.
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