top of page

Pequeñas ventanas de Guangzhou IV

David Aller

Hace unos días, callejeando un barrio viejo, dimos con una librería de nombre familiar, Jorge Luis Borges, y pese a la tentación inicial continuamos caminando. El escaparate produjo un efecto inopinado, la transformación de la mecedura deliciosa de los libros en un mareo paralizante. A un lado y otro del cristal se impuso una distancia conminatoria, insalvable; reaccionamos como extraños ante objetos incomprendidos e inconvenientes. Miles de páginas que aguardan y no podemos comprenderlas a pesar de que son mundos numerados y guardados entre tapas de cartón. La magia de la literatura de pronto mutilada, el escalofrío de sentirte un traidor. Siguen siendo libros, nos persuadimos, pero esos libros no tienen nada que contarnos, solo podemos imaginarlos y desfigurarlos y leer lo que queramos leer y de inmediato somos conscientes de que estamos ante la esencia misma de la literatura: despintar, intervenir, expropiar. Sin embargo, el mismo valor o la misma cobardía nos adelantan, evitamos las paredes blancas tras las estanterías, las luces blancas repartidas, la deidad borgiana a la que tememos sobresaltar o convocar en su ira, y continuamos al socaire sin volver la vista atrás. El rechazo al libro trajo consigo un desmoronamiento, un escalofrío justiciero, el del temblor de la ingratitud indebida. El efecto posterior fue pretender corregir esa primera reacción, la auténtica e invariable, la rehuida de los pictogramas que dejamos atrás sin valorar la pérdida, y en las ulteriores exploraciones callejeras no dimos con otra librería, ni siquiera recordamos dónde estaba aquella, forajida e intrusa, como la lluvia de enero y la pareja de blancos paseantes, un microcosmos que queda como una puntada sin cerrar, como un verso suelto y descarriado, como un llanto inaudible en medio del relente de la noche.

Me pregunto si habrá siquiera un libro por habitante. Para llegar a esa proporción serían necesarios tantos millones de libros como de chinos. El guarismo es mareante. A veces lo más obvio cuesta asimilarlo: hay que verlo, merodearlo, masticarlo, esperar a que se deslice sin tragar o forzar. La primera vez que entré en el metro –limpio, veloz, eficaz, para los exigentes usuarios de suburbanos esta instalación es Ítaca– me causó una honda impresión: vagones abarrotados, desbordantes, de longitud interminable; vagones que irrumpen en el andén como barracones vertiginosos, fulminantes, e inmovilizan y transforman a las personas en una torrentera de zombis, de blandas mercancías; contenedores, no obstante, inexplicablemente eficientes y cómodos. El impacto de estar en ese vórtice orgánico se reduce en seguida a un pequeño sobresalto, incorporado al instante a la anécdota: esto es consecuencia de su disciplina hegemónica, una matemática manera de ser y estar que los preserva del temido caos, de los desperfectos, de desollarse como bestias malheridas. El civismo y el respeto se significan mediante ese escrúpulo autoritario, que funciona como un elemento para estar en el mundo, para viajar en tren. Te desplazas enlatado pero sin embargo nadie te roza, nadie te hurga, no hay olfatos que te huelan ni ojos que te inquieran, esos ojos tímidos y rasgados, despoblados de pestañas, esféricos y brillosos; los ojos de cada uno están en lo de cada uno, que consiste en la pantalla omnipresente del teléfono móvil. En un mundo abducido por la tecnología a nadie interesas. Esta deshumanización orteguiana me hiela el alma y anuncia una estética incorruptible: la robotización, el sonido de la fricción de las vías y las notas del sórdido hilo musical, una composición instrumental con la que encalmar y amordazar. Empero resiste una esperanza. Hace unos días una chica autóctona entabló una breve conversación conmigo, me preguntó adónde iba y de dónde era, y al decirle que me bajaba en Kecun me indicó que era la siguiente parada. Llevaba un vestido ceñido de piel sintética, de color negro, medias claras, y su sonrisa era sincera. Había verdad en ella. Un rato después de bajar del tren seguía atónito, pero reconfortado y sonriente.

Tal rectitud se mantiene sin sombra hasta que se abren las puertas sobre el andén, instante en el que los chinos despiertan y una fuerza recóndita los devuelve a la selección de los más aptos: se produce una frenética ofensiva por ser el primero y dejar a los demás atrás. El valor de esta contienda está en que se desencadena de manera meticulosa, trigonométrica, y en todo su desarrollo queda supeditada a un orden superior, el de los empujones sin gritos, el de defender la posición propia a la vez que el precepto colectivo, el de no perder la educación incluso en el enfrentamiento. Desde hace días, superada la timidez inicial, vengo imponiendo mi superioridad física: cuando adelanto el hombro ellos reculan, se abre un paso y lo atravieso, entonces siento un descargo y soy consciente de que en tan pobre victoria descuella una triste derrota. Luego en la calle la multitud se dispersa y con ella la sensación de estar en una de las metrópolis más grandes de Asia, en concreto, la mayor conurbación del planeta –cuarenta y siete millones de personas viven en este asentamiento urbano, formado por nueve ciudades, que se ve como una grisalla desde la exosfera–. Camino por una de las pasarelas que intercomunican los centros comerciales que establecen el sotobosque y el subsuelo de la nueva ciudad, cruzo por encima de una amplia avenida y llego a la plaza central, Gtland Square, donde una inmensa fuente de luces de colores permanece apagada. Esta es una ciudad hecha a medida, un proyecto de renovación megalómana ejecutado con esmero y ganas de hacerlo bien, lo que sea que eso signifique; el esfuerzo por agradar se percibe en cada revestimiento y bordillo, en cada papelera y farola, en cada árbol y pequeña hierba, en el caminar de sus ciudadanos, que al arrastrar los zapatos sobre las baldosas relucientes barren complejos y se muestran al mundo. China se trasviste y en el proceso vende su alma al diablo, tributa al dios del capital a ojos de un socialismo cuya ley es la propiedad privada y la libre ventura. Un socialismo a la manera europea, burgués, aterciopelado, espumante, donde los significados de las palabras se invierten pero aguantan los significantes, y en su permanencia establecen un desafío histórico y una vergüenza; un socialismo opaco, que construye un feliz país de cartón piedra e inhuma el mundo real en sus cloacas. Tal vez el verdadero socialismo sea el del hacinamiento, el de los granos de arroz pesados en seco y la lucha de los menos aptos en derredor de los vertederos. Apenas hemos visto miseria, al contrario, el hambre es un asunto biológico, abdominal, privado, una cuestión incómoda que zancadillea la honda conciencia de China por su imagen exterior, cuyo expositor exhibe un irrefrenable gusto por el materialismo y el bienestar –los jóvenes demandan lofts con vistas y coches alemanes–. Esto último conlleva prácticas consecuencias diarias: Guangzhou nos sorprende como una ciudad amable, silenciosa, sencilla en su escala. Es una ciudad fácil de entender, fácil de seguir. Es, de alguna manera, mentirosa. Y un poco nuestra.

Comments


  • Grey Vimeo Icon
  • Grey Twitter Icon
  • Grey Instagram Icon

© 2014 por DA

bottom of page