Pequeñas ventanas de Guangzhou V
Ayer por la tarde, mientras esperaba el tranvía, vi el fondo del río. Con la bajamar queda al descubierto un lodazal que es un mapa; a escasa distancia entre ellas resistían, justo debajo del pretil del puente, seis bicicletas enfangadas, con los manillares asomando sobre la superficie, como extremidades implorantes rodeadas de personas curiosas que solo miran. Pienso ahora en los dueños de esas bicicletas, por qué las perdieron, qué les llevó a arrojarlas, o si acaso cayeron con ellas y ellos permanecen incluso más abajo y los manillares no dejan ver sus dedos descarnados. Si fue alguien, tal vez, quien las lanzó en contra de la voluntad de sus propietarios, quienes a lo mejor perdieron otras muchas cosas durante la caída. Un río navegable que en el descenso de su marea descubre arcanos cavados en el lodo, cuyo abecedario es una imaginación. Pienso en las bicicletas con sus cestas alegres y ahora muertas y en sus dueños y en aquellas noches –no sucedió durante el día– en las que no hubo más pedaladas y se convirtieron en polvo de óxido, y escribo ahora desde una cafetería, otro modelo importado, a su vez consecuencia de una importación pretérita o, cuando menos, de una inspiración. De entre todo lo que Manhattan sustrajo de Francia las cafeterías han influido de manera decisiva en la configuración social de los neoyorquinos, quienes las hicieron propias y revocaron la dignidad francesa. Esta no es Starbucks pero se parece, se llama Teddy Coffee Shop y en ella hay sillones de estilo chester y el suelo combina tarima flotante con un colorido mosaico de baldosas; dispone de buena conexión a Internet y abundante gente guapa. En un mostrador se exponen distintos tipos de tartas, pero no hay lemon pie y no he probado el café. Me he contentado con un té negro por el que he pagado veinte yuanes, un precio abusivo consecuencia del ansia de prestigio cantonés; la infusión es de la marca Twinnings, multinacional norteamericana que simboliza una excelencia. Esta extranjerización es dolorosa. También duele, de otra manera, el frío, del que he venido escabulléndome, y cuya llegada nos ha cogido a contrapié. Este frío autoritario lo tengo en lo blando y en lo duro, en lo físico y en lo metafórico, lo tengo por dentro y por fuera, en grados Fahrenheit y centígrados. Estoy aterido, bloqueado, asustado, nunca antes me había afectado tanto y, sin embargo, no es empírico. Es otra especie de transubstanciación, un proceso mediante el cual convierto una materia en una ficción. De esa manera puede entenderse mi estadía aquí, que ha iniciado la indefectible cuenta atrás: todavía no me he ido y ya siento la ausencia. La ausencia de China, de la rutina establecida; nuestra pequeña familia de dos queda aquí y a la vez seguirá allí, a la sordina repartida; deberemos habituarnos a que el roce sea simbólico, a convertir las voces telefónicas en pieles, a que cuando ella se desvista el pijama yo me lo ponga para acostarme, sin más compañía que la memoria; aprenderemos a ver con los ojos vendados, a escuchar en el silencio, y transformaremos la carencia en un impulso. Irme sin Isabel va a ser un punzón, pero ni siquiera la muerte inoportuna podría distanciarnos.
Desde la ventana de la habitación, en una planta treinta y seis –unos ciento veinte metros de altura, los he calculado a ojo asomándome al vacío desde el balcón–, apenas hay visibilidad en dos o tres kilómetros de distancia, los edificios se emborronan en la orilla de enfrente y un pastoso gorro de porquería se extiende como una mermelada. Se oyen estertores a través del cielo turbio, homicida y sin embargo holgazán, proceden del aleteo enfermo de los dragones, del carraspeo cinerario de los muertos, son los ruidos de la ciudad apocalíptica en la que las explosiones se producen adentro, contra el esternón, mientras la naturaleza muerta hace trizas a Joseph Turner, cabizbajo en un callejón entre cucarachas vivaces y las colas muertas de las ratas impasibles, él mismo anochecido cuando hace horas que salió el sol, lánguido como la pesada tiniebla del cielo o cieno que me hizo recular en el asiento del avión durante el descenso. La primera semana salí a correr, ilusionado por descubrir Guangzhou con zapatillas y mallas, y la ilusión devino en tóxico desencuentro. Llegué al barrio, ansioso por una bocanada de aire fresco, y los humos y los olores penetrantes de las chimeneas y las cocinas me aturdieron, la incesante actividad humana convertida en partículas gaseosas que se transportan y disipan a través de tubos y respiraderos y sumideros y extractores en el barrio colorido, donde huele a fábrica de pescado, a matadero, a gas, a basura, a humedad, a aceites quemados, a la tos de los muertos. No huele a lejía, ni a desinfectantes, ni siquiera a heces u orina o a personas o a perros, pero es orgánico. El olor abigarrado del barrio se contrapone con el del metro, que no representa la muchedumbre que transporta; basta bajar al suburbano de cualquier ciudad occidental para entender esta proeza asiática, para no desdeñar la importancia que adquiere la higiene en el auge de las civilizaciones, un baremo con el que calibrar a un pueblo, su alcance en la historia o sus posibilidades, quedó atrás el tiempo en el que los imperios surgían de albañales y podrideros y la gallardía ya no se calcula por la gravedad de la alergia al jabón, al contrario, la infantería enrola sujetos perfumados para los frentes de batalla, reclutas con buenos paños, presentables y apuestos, con licenciaturas en Matemáticas y numerosos posgrados; coincide, además, en ese propósito ecuménico, que los chinos, además de aseados, son guapos. En ellas destaca la elegancia, que llevan con la soltura de su mismo porte, apuestas y gráciles y de presteza victoriana. Ellos son discretos, flacos y coquetos, silenciosos; ese silencio connatural se quiebra, de cuando en cuando, con un eructo desinhibido. Y no hay dos iguales: sopeso lo ofensiva que debe resultarles esta absurda creencia occidental.
Es sintomático cómo la palabra occidental se desliza en casi cualquier consideración que uno haga, no solo respecto a China. Viajar consiste en colocar en una balanza los efectos del dramático colonialismo y hacer una sencilla suma; en algunos casos las salpicaduras son inofensivas, en otros la mancha es un chapapote abrasivo que transforma los tejidos, una mitosis maligna. Occidente maniobra desde su olimpo y sus manejos asoman en cada una de las impresiones que me llevo, en las relaciones que mantengo, incluso en los hallazgos en principio asépticos. La pérfida y vil Europa, de la mano de los displicentes Estados Unidos de Norteamérica, la historia escrita y la historia que se escribe. La exposición de una ciudad como Guangzhou a ese demonio está presente en casi todas sus esquinas. La paradoja es que, aun con este proceso reproductivo, hay una agresiva manipulación en la impresión colectiva que en Occidente tenemos de China y sus habitantes. En ese bosquejo tendemos a rebajarlos, a considerarlos mano de obra barata para mantener el ritmo industrial que el bienestar requiere, una ganga para no volver a partirnos la crisma. Este celebrado vertedero es una preciosa cadena de montaje y una calculadora, y queda lejos; por qué habría de importarnos un hormiguero fuera de escala que aloja al 20% de la población mundial. Sin embargo China parece repensárselo, tomar ciertos caminos: en la imitación han hallado un leitmotiv. Observan y copian, y no me refiero a las bagatelas que solemos hallar en los bazares de nuestros barrios: esta réplica afecta a todo, también al virus del imperialismo que infecta y se propaga con ambición y proselitismo y que, tal vez, constituya la próxima pandemia, el imperio trasunto, el imperio compendio, el imperio tejido con remedos. No obstante, esa presunta falta de personalidad no es exhaustiva, ni siquiera dominante. Es estacional. China, pese a la aparatosa contaminación exterior que sufre, todavía protege su llama interior, la que ilumina la China pintoresca, milenaria, aquella que alumbra algunos espíritus y perdura en algunos barrios, sujeta y amarrada por el sinnúmero de cables de tensión que se aferran a las decrépitas construcciones. Barrios que son en sí una religiosidad y una devoción, donde el vuelo de los dragones se confunde con los arrullos de los antepasados.
Hace unos días, después de callejear por la laberíntica ciudad antigua y la atestada Beijing Lu. Road en busca de un juego de sábanas, nos extraviamos en uno de los muchos guetos que rodeaban la ciudad y que ahora conforman su núcleo urbano. Llamó nuestra atención el buen solado del que disponen y la limpieza. Los guetos son ratoneras del primer comunismo formados por los bloques con los que Moscú invadió cuanto pudo, sombríos edificios que también resuenan en el fascismo: aunque la escala sea menor, se extienden en los barrios obreros españoles con los que Carrero Blanco dio comienzo a la cultura del pelotazo urbanístico, hace más de cincuenta años. El ladrillo de los nichos españoles se opone a las planchas de hormigón soviéticas, recubiertas de jaulas: de abajo a arriba, los barrotes de las fachadas no aclaran si están para proteger o para encerrar. En la respuesta intermedia habrá lo más parecido a una verdad. Entretanto, y mientras mantengo el propósito de aclarar algunos pensamientos, un paseo por Guangzhou y por Cantón nos permite conocer diversas ciudades, mundos desemejantes, y descubrir que unos y otros son extraños entre sí. La vieja y la nueva China, reunidas pero no enfrentadas: de este sincretismo resulta un espacio generoso para que dos occidentales lo recorran y compongan un discurso de admiración y respeto, para que también den comienzo a una memoria familiar.
Commenti