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Percy B. Shelley, romántico inglés

David Aller

El Romanticismo inglés se engrana como una bisagra entre dos circunstancias: la ilusión de 1789 y el profundo desengaño de la dictadura napoleónica. En este contexto histórico surge una generación de poetas sin apenas parangón, que a unas brutales juventud y energía añaden un precioso sentido de la inocencia. Desde esa inocencia, desde la ilusión por un mundo y un hombre dueños de su destino, pero también desde un cierto sentido del culto al malditismo, mitificado por el suicidio de Chatterton, aquellos jóvenes desencadenarán un vendaval romántico que mirará en dos direcciones: a cada lado habrá un William y un William estará en cada mirada. Dos generaciones de poetas ingleses que antepusieron el sentimiento a la razón, dos tradiciones que tendrán en cada uno de los William su primer referente. Blake y Wordsworth se aproximaron y distanciaron en muchos aspectos, pero lo más interesante es que mientras Blake reconstruía el mundo mitológico, Wordsworth rechazaba aquellas fuentes. Para un movimiento de tendencia anticlásica aquellas fantasías de la Antigüedad resultaban problemáticas. Los nuevos poetas fueron posicionándose y ambas ideologías fueron contestadas y continuadas. Keats y Shelley indagaron en el patrimonio grecolatino señalado por Blake y le dieron solidez al profundo sentimiento trágico del espíritu romántico.

William Blake ha quedado como el precursor del Romanticismo inglés, como Goethe en Alemania. Su trabajo, en el que descuella Cantos de inocencia, influyó a Shelley tanto en el gusto por lo mitológico como por la personalidad profética que debía arrogarse el poeta, que se ilumina como un elegido. Blake anticipa muchas de las formas y motivos que oficializarán Wordsworth y Coleridge, con los que dará comienzo el Romanticismo inglés en 1798. En plena fiebre por lo gótico, la publicación de Baladas líricas y otros poemas incluye un prefacio que actúa a modo de manifiesto de la nueva poesía: la universalidad de los sentimientos debía fundarse en la manera viva de expresarse de los pobres. A la promulgación de este lenguaje sencillo y cotidiano se añadían los temas románticos por excelencia, el referente de la naturaleza imprevisible, las intenciones emotivas, pasionales, liberadoras, el espíritu contemplativo y libre, introspectivo. Y también una nueva orientación política, el nuevo sueño democrático y republicano al que el liberalismo ofrecerá su alianza.

Las pautas de estilo propuestas por Wordsworth se alejan del lenguaje excesivo que Shelley, aparatoso y simbólico, exhibe en los dos mil seiscientos versos de Prometheus Unbound y en otros trabajos de similar relevancia. La obra de Shelley, abundante e intensa, se contrapone en cierto modo a su vida, breve y recogida. Lejos de las atenciones que recibieron Byron o Keats, Shelley queda como un poeta que ha venido siendo descubierto y redescubierto póstumamente. Entre su profusa obra, la crítica ha destacado el drama Los Cenci (1829), una de las pocas aportaciones románticas al teatro, y el drama lírico Hellas (1820), también inspirado en Esquilo y publicado con el fin de que la recaudación contribuyese a la victoria griega sobre el imperio otomano. En cuanto a su obra poética, mencionaremos títulos como Mont Blanc (1816), el soneto Ozymandias (1818), Epypsychidion (1821) o Adonais, elegía de la muerte de John Keats (1821). Además de está prevalencia poética, Shelley también escribió numerosos ensayos, entre los que subrayaremos un cierto simbolismo: del iniciático panfleto La necesidad del ateísmo (1811), por el que fue expulsado de la Universidad, al polémico Una defensa de la poesía (1821), con el que comienza a despedirse tras declarar a los poetas «legisladores del mundo». Su obra, en poco más de una década, es absolutamente prolífica.

De las circunstancias históricas de Percy Bysshe Shelley, sus vivencias personales y también las que contribuyeron a forjar su espíritu artístico, uno de los documentos más reveladores es el escrito por su mujer, Mary Shelley, en el que a modo de prólogo relata cómo se gestó el drama lírico Prometeo liberado. En el texto, de lectura explicativa e incluso exculpatoria, Mary cuenta que el empeoramiento de salud de Percy motivó que dejasen Inglaterra en 1818 y se instalasen en Roma, previo paso por Milán. Será en Italia donde Percy sienta una atracción irreprimible por la mitología clásica y donde se entregue durante cuatro años a la lectura y a la creación literaria, donde dará forma a su grandioso personaje épico. Cuatro años, hasta su ahogamiento durante una salida en barca, en los que en aquella Italia grecolatina halló el contexto propicio para dinamizar sus teorías sobre la naturaleza humana y la urgente necesidad, posible, de deponer y vencer el mal. Shelley era un ferviente defensor de la perfectibilidad humana, de la responsabilidad que el hombre tiene para liberarse de las cadenas a las que él mismo se engrilleta.

La absoluta entrega de Shelley al concepto del bien encaja a la perfección con la mentalidad romántica, tan influida por la filosofía de Fichte y por la de Kant. El siglo XIX es el del auge y ocaso del Romanticismo, un período de énfasis individual y emocional entre dos muros, el Neoclásico y el Realista. Este crepúsculo coincide, en Inglaterra, con el comienzo de la larguísima monarquía de la reina Victoria (1837-1901), que en la literatura significará el regreso a la razón, aunque ya sin las rigideces connaturales de la Ilustración. La impronta del Romanticismo era imborrable. Cuando en 1832 fallece Walter Scott, se da por concluida una época en la que los consabidos representantes de aquella poesía ya no podían defenderla. Sin Blake, sin Coleridge, sin Wordsworth, sin Byron, sin Keats, sin Shelley, la literatura evoluciona a un nuevo modo de ver el mundo, influido por la expansión del Imperio. Aquel modo napoleónico de hacer nación que sacudía las emociones de aquellos poetas. En cuanto al drama, este será unos de los siglos más oscuros del teatro inglés, en el que las producciones consistirán en adaptaciones burguesas de las obras isabelinas.

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