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Pequeñas ventanas de Guangzhou III

David Aller

Estamos Isabel y yo, y somos todo para lo que hay cabida. Cenamos a las ocho, nos acostamos antes de las diez y al despertar seguimos el uno al lado del otro, igual que en el último recuerdo conjunto con el que cerramos los ojos y nos deseamos buenas noches; a medida que la penumbra retrocede en la habitación Isabel se anticipa al movimiento solar y reparte brillo y energía. Luego desayunamos y ella se marcha a trabajar al estudio de arquitectura con una sonrisa proporcional a su ritmo diario. Recojo su puñado de luz y me aferro a la manivela con la que gira este mundo por momentos agraz («Gracias, mundo, por ser mundo y ninguna otra cosa», subrayaba Gelmán). Entonces los versos regresan al cajón de su noche y en el reanudado quehacer diurno enciendo el ordenador. Traje una lista larguísima de trabajos pendientes y el tiempo me alcanza: esa montonera, lejos de acecharme y provocarme desvelos, me da contento porque, al fin, he desentrañado el más complicado y prioritario de mis trabajos, el cual llevaba semanas en interrupción. Guardo las herramientas en la mochila –papel, lápiz y Desaprendizajes, además del ordenador y de una manzana– y acudo a la Biblioteca Central de Guangzhou, obra patrimonial de la ciudad y de Nikken Sikkei, estudio japonés que defiende la coherencia de entreverar funcionalidad y arquitectura espectáculo; cruzo el control de seguridad de la entrada y accedo al vestíbulo, que atraviesa el edificio a lo largo y lo divide como una espina dorsal, desde el suelo se forma una garganta vertical que alcanza la cubierta, y a sus espaldas se enfrentan ocho plantas simétricas, comunicadas por pasarelas que cuelgan en medio de un desfiladero de vidrio y acero, de materiales nobles, de pieles blancas y del magisterio de la luz anfitriona. Fuera, al otro lado de la plaza, en una finca análoga, intenta encontrar su lugar la Ópera de Guangzhou, emblema sobre la mesa del despacho y ejecución conflictiva sobre la losa de hormigón, edificio a ratos incomprensible y a ratos abrumador. Mientras se encuentra a sí mismo y defiende el primado de la forma, el espectáculo también decae y quedan las toneladas, las dudas deconstruccionistas, los significados inestables, la utilidad de los millones de yuanes invertidos y la explicación que Zaha Hadid ya no puede dar. Entre ambos interviene el eje kilométrico que estructura esta parte de la ciudad, ajardinado de manera selvática, en la búsqueda de una honestidad que reproduzca condiciones botánicas naturales y distraiga del hormigón autoritario y de los rascacielos que proliferan a ambos costados. El parque salvaje se extiende a lo largo de una milla lujosa de estanques, pasarelas, frondosidad boscosa, tentáculos descollantes de raíces y ramas, variedad de especies, de arenas, de colores, de tierras fértiles sobre los manantiales cavernosos del fecundo subsuelo, una compleja red de calles y locales de negocios que refugian a la subiente clase consumidora. En el centro comercial se cuentan cientos de restaurantes, todos de una notoria apuesta por el diseño y con las cocinas quirúrgicas integradas en las salas. Me desplazo por intuición y en el menos concurrido descubro los dan dan noodles y mi canon gastronómico se pone de inmediato patas arriba; durante los siguientes días pruebo todos los noodles de la carta, regreso de lunes a viernes, me siento a la misma hora en la misma mesa del mismo restaurante, y espero que me atienda la misma camarera, una joven de avales en la sonrisa que me recibe con la familiaridad con la que nos comunicamos, hola de nuevo, me encanta este sitio y es evidente cuánto, me gusta también el método que empleamos para entendernos, no hablas inglés y yo no hablo tu idioma, alguna variedad de chino que desconozco, y semanas después de sentarme por primera vez a esta mesa el entendimiento es sencillo, nuestras caras codifican los agradecimientos y las preguntas rutinarias, hoy estoy cansado, tengo ganas de volver a casa, proseguir con Colson Whitehead y pellizcar brioche, y las confidencias se interrumpen porque necesito una cuchara y la manera que tengo de pedírsela no la entiende el resto del personal.

Las mesas de la biblioteca están ocupadas, pero he encontrado un sitio libre en mi zona preferida, cerca de la terraza que da al vestíbulo medular, cerrado en la entrada por una gran cristalera a través de la que se columbra la plaza del centro de negocios, con la herencia de Zaha Hadid en primer término y una cortina luminosa a un lado, reminiscente de las que en Times Square o Piccadilly Circus convocan a miles de personas, pero de modesta capacidad de seducción. Hay también zonas de lectura con sillones de diseño y un volumen millonario de libros, distribuidos en los laberintos de estanterías que desembocan en zonas comunes, de trabajo o descanso; en alguna de esas zonas un hombre ronca a una distancia imprecisa que intento determinar con los ojos cerrados, me levanto del asiento y lo detecto, su cuello cabriola y a nadie inmuta, no es bastante disturbio para romper el ensimismamiento colectivo, la atención y el trabajo minucioso prosiguen inalterables, excepto para mí, el eco del ronquido me pone nervioso y nadie alrededor me explica por qué ese ruido perturbador carece de importancia en un mundo en el que el ruido es polémico y se persigue con denuedo. En las mesas repletas de las salas abarrotadas he reinterpretado mi concepto sobre la delectación interior del silencio, que hasta ahora aludía a un aislamiento necesario y ya no requiere de exclusión alguna, ese placer lo recibo en esta quietud monacal multitudinaria, docenas de personas en derredor que no distraen y benefician el trabajo propio y configuran una de las notas dominantes de mi experiencia aquí, las horas vuelan hasta que el debilitamiento de la luz solar a través de los cristales me recuerda que es hora de recoger mis cosas y volver a casa. En el exterior me arrolla la concentración venenosa del aire, camino en dirección al río y bordeo el museo de Guangdong, un edificio de aspecto modular que en la apertura de ventanas evoca una cierta sensación de rompecabezas, de piezas de un puzzle que persiguen un orden o requieren de un mismo desorden, un cubo ingrávido que flota por una elevación artificial de terreno, en la que la ingeniería prestidigitadora abre voladizos que funcionan como branquias a través de las que adentrarse en sus entrañas. Un edificio tramposo, irreal, de coloración noctámbula, atrevida, negro y rojo, pinceladas de sensualidad sobre la rígida corporalidad de su geometría, del irrefragable discurso de los ángulos rectos. Un edificio que he visto en otras partes y que ya nadie sabe muy bien de dónde procede y cuánto aúna de honestidad y cuánto de pretensión.

Continúo el tramo a pie por el amplio y limpio paseo fluvial, empedrado y arbolado, apenas concurrido, algunas bicicletas se cruzan y me sortean y el dibujo de los trazos remite a una extraña parálisis, a la fotografía estática de un decorado en el que los bancos son de cartón y los viandantes proceden de un lápiz de punta afilada; camino animado y aprieto el paso hasta que percibo la dificultad de los pulmones para llenarse de aire por efecto de ese mismo aire o lo que queda de él. Cruzo el río de las Perlas por el puente más popular de la ciudad, una estructura colgante con un solo arco, cuatro apoyos y exigua luz para los quinientos metros de agua que salva, doble pasarela peatonal y autopista de ocho carriles; el resto, unos cinco kilómetros hasta Wanshengwei, lo hago en tranvía, que circula despacioso por el propio paseo del río. Aprovecho este recorrido para hacer algunas fotografías, que he ido reuniendo en un álbum de iCloud. Las cinco de la tarde es una hora significativa, a partir de la que comenzamos a comunicarnos con la gente de España. Hasta entonces, la mayor parte de mi día, obtengo un balsámico silencio transcontinental, una tregua que me recoloca en una burbuja de cuarenta y siete millones de personas, en el primero de los siete peldaños de este aparte planetario, una morada insonorizada con los tapones de cera de mis oídos y el maravilloso A deeper understanding de The War on Drugs. Esta reconstituyente cuarentena no la adelanté, de ninguna manera; mi cometido aquí era otro, contribuir a la adaptación de Isabel, transformar las eventuales sombras en ilusionantes retos y arrimarnos para minimizar el choque cultural, anular la transitoriedad y establecer una rutina. La mía consiste en inmiscuirme en el ritmo de esta ciudad inabarcable e incalculable y dejarme ir; es bueno para mí estar y sentirme solo, a solas con ella y conmigo; siento el latido salvaje de algunos versos, en los que hace frío y una mosca revolotea y se posa en ancianos labios pintados de carmín, esos labios todavía sienten el cosquilleo de las alas, el placer que producen las patas delanteras al rebuscar entre la carne un bocado que llevarse a la tripa, y el insecto necrófago huye después de curiosear, la carne viva lo aturde, y me propongo espesar esta conciliación interior, a pesar de que el calendario me recuerda, cada día, que el descuento ha dado comienzo; mi visado caduca en pocos días, y entonces deberé readaptarme a mí mismo, a quien era antes de venir y aquí sigue, a mi lado, ingénito.

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