top of page

Prometeo y el espíritu de la tragedia

David Aller

El mito de Prometeo contiene todos los elementos necesarios para establecerse como referente romántico, tal y como Lord Byron –y antes Goethe– articula en su máxima expresión. Pero no solo la poesía y la rebeldía romántica iban a prestar atención al mito del hijo de Jápeto. En la filosofía del XIX, dos de los autores más relevantes tuvieron en Prometeo un dechado para la explicación ontológica. Karl Marx (1818-1883) diserta en 1841 sobre el mito en el prólogo de su tesis doctoral, centrada en las filosofías de la naturaleza de Demócrito y Epicuro. Las palabras de Marx son elocuentes para entender el nuevo contexto de la libertad humana en la que los filósofos venían interpretando el mito desde Hegel: «Odio con todas mis fuerzas a todos y cada uno de los dioses, a todos los que no reconocen la autoconciencia humana como el dios supremo», dice el Prometo modelado por Marx. Este es un titán que habla como un hombre en defensa de los hombres, un semidiós humanizado, para el que los dioses ya no están en el cielo y sí en la tierra. Estos dioses terrestres, mediante una transustanciación, se revelan como los entes que dominan el mundo: el estado y sus poderes fácticos.

Este rechazo titanesco del orden superior lo convierte en el «más noble entre todos los santos y mártires del calendario filosófico». Por ello, en el desafío establecido a Zeus, Prometeo funda, sin saberlo, el fin de los dioses y de las religiones: su defensa de los mortales conduce irremediablemente a entender al hombre como la divinidad suprema, entidad que ya no necesita un orden superior. Prometeo funda y desfunda, como las heridas de su hígado, y sirve, además, de preámbulo y argumento para la construcción de un ideario anticapitalista en el que su contumacia representa la liberación del proletariado tras una existencia condenatoria y abusiva. Una visión en la que el poder celeste se equipara a la tiranía económica de las sociedades capitalistas.

Pero quien se muestra más sensible al devenir del titán es Friedrich Nietzsche (1844-1900). No es casualidad que, como recuerda Borghesi (2014: 22), sea una imagen del titán la que ilustra la cubierta de la primera edición de El nacimiento de la tragedia (desencadenado, como el mismo autor escribe en el prólogo). Esta familiaridad se va asentando en las ideas que el filósofo desarrolla a partir de la etopeya romántica del titán, ideas que vincula al personaje y que afectarán a orientaciones de su pensamiento como la estética, la moral, la ontológica o, especialmente, la teológica. Esta relación no ha pasado inadvertida para la crítica ni para la investigación académica: además de los incontables trabajos que han indagado en esta relación, en la que el filósofo de Röcken mostrará una impecable lealtad al titán, el vínculo entre ambos tiene repercusiones culturales y de tipo social. Hay una cierta trascendencia del vínculo más allá del ámbito puramente universitario. Nietzsche, además de adentrarse en la autonomía y heroicidad de Prometeo como hombre, también verá en su sufrimiento y caída un «consuelo metafísico que devuelve al hombre su dignidad» (Rodríguez Adrados 1962: 29). En nuestra opinión, es el más autorizado para ejercer una tutela sobre el dador del fuego.

La relación de Nietzsche con la cultura clásica es intensa y significativa, de lo que resulta una descollante influencia de la Antigüedad en su pensamiento –y en su vertiente más creativa, ya en su adolescencia escribió un drama titulado Prometeo (Llinares 2005: 281)–. Nietzsche acude a aquellas literaturas como fuente, inspiración y preámbulo de sus actividades filosóficas. Al hacerlo, va decantándose entre los dos autores que más estimaba, Sófocles y Esquilo, fieles representantes de lo apolíneo (sobre el autor de Edipo rey: «Y así el lenguaje de los héroes sofocleos nos sorprende por su precisión y claridad apolíneas, de tal modo que enseguida nos figuramos penetrar con la mirada en el fondo más íntimo de su esencia, con cierto estupor porque el camino hasta ese fondo sea tan corto») y de lo dionisíaco. Su preferencia por el poeta de Eleusis pudo deberse, tal vez, a que Prometeo tenía que ofrecerle mucho más que Edipo (se contrapone la pasividad y serenidad del tebano al carácter activo e intenso del hijo de Jápeto), y no tanto «a la alta atmósfera religiosa» de sus obras (García López: 46).

No es casualidad que trabajase a partir de la versión esquílea y declinase la hesiódica, más aséptica. Mientras en la tragedia, como ya hemos analizado, Esquilo enseña un Prometeo riguroso, duro, inasequible y valiente, con una determinación que pone en duda la motivación afectuosa de sus actos –esto es, el amor al prójimo, la filantropía, la generosidad, la incondicionalidad por el hombre que el Renacimiento le adjudicará y revestirá de un mesianismo pagano–, Hesíodo no insiste en esa determinación frente al Cronida. Este Prometeo, el que en defensa de su dignidad desafía el equilibrio entre el mundo de los mortales y el de los inmortales, el que el Romanticismo fijará en su heroicidad y alejará de los valores cristianos, es el que toma Nietzsche para desarticular la presunta humanidad del cristianismo (2004: 94):


Lo que el pensador Esquilo tenía que decirnos aquí, pero que, como poeta, solo nos deja presentir mediante su imagen simbólica, eso ha sabido desvelárnoslo el joven Goethe en los temerarios versos de su Prometeo. [...] Con respecto a las divinidades, el artista griego en especial experimentaba un oscuro sentimiento de dependencia recíproca: y justo en el Prometeo de Esquilo está simbolizado ese sentimiento. 


Los temerarios versos de Prometeo concentran toda la dignidad y autonomía del hombre, toda su libertad y cultura. Todo lo que el hombre obtiene se lo debe a sí mismo. La consecuencia del valor de Prometeo no puede ser una dádiva cualquiera para los mortales, ni siquiera la tecnología que surge de la posesión del fuego; muy al contrario, esta visión romántica conduce, sin remedio, a la superioridad del hombre sobre los dioses, al triunfo definitivo de los mortales, que ya están preparados para decidir el devenir de sus superiores. El futuro que les aguarda está íntimamente relacionado con el camino que los conduce inexorablemente al abismo y el crepúsculo (2004: 94-95): 


Alzándose hasta lo titánico conquista el hombre su propia cultura y compele a los dioses a aliarse con él, pues en sus manos tiene, con su sabiduría, la existencia y los límites de estos. Pero lo más maravilloso en esa poesía sobre Prometeo, que por su pensamiento básico constituye el auténtico himno de la impiedad, es la profunda tendencia esquilea a la justicia: el inconmensurable sufrimiento del «individuo» audaz, por un lado, y, por otro, la indigencia divina, más aun, el presentimiento de un crepúsculo de los dioses, el poder propio de aquellos dos mundos de sufrimiento, que los constriñe a establecer una reconciliación, una unificación metafísica.


El fragmento anterior nos permite enlazar con otro punto de interés primordial, el del valor del mito para los propósitos metafísicos de Nietzsche. Ese interés no está solo en el acto rebelde, en la autonomía cobrada y en el valor de la dignidad, sino en una connotación más profunda: mediante el acto subversivo y transgresor, mediante la desobediencia y el sacrilegio, se cumplen los propósitos del hombre, que obtiene el fruto de las consecuencias de su comportamiento, el valor positivo de unos actos que conllevan un «desarrollo de la cultura y del progreso» (Fuertes 2002: 16). En el mismo capítulo, Nietzsche explica el mito y, al hacerlo, enlaza con la idea de la culpa presente en el pecado original. Idea que, como vimos en el apartado correspondiente, tiene una ascendencia determinante en la historia de la humanidad (2004: 96):


El presupuesto de ese mito de Prometeo es el inmenso valor que una humanidad ingenua otorga al fuego, verdadero Paladio de toda cultura ascendente: pero que el hombre disponga libremente del fuego, y no lo reciba tan solo por un regalo del cielo, como rayo incendiario o como quemadura del sol que da calor, eso es algo que a aquellos contemplativos hombres primeros les parecía un sacrilegio, un robo hecho a la naturaleza divina. [...] Mediante un sacrilegio conquista la humanidad las cosas óptimas y supremas de que ella puede participar, y tiene que aceptar por su parte las consecuencias, a saber, todo el diluvio de sufrimientos y de dolores con que los celestes ofendidos se ven obligados a afligir al género humano que noblemente aspira hacia lo alto: es este un pensamiento áspero, que, por la dignidad que confiere al sacrilegio, contrasta extrañamente con el mito semítico del pecado original, en el cual se considera como origen del mal la curiosidad, el engaño mentiroso, la facilidad para dejarse seducir, la concupiscencia, en suma, una serie de afecciones preponderantemente femeninas. 


Los lugares en los que Nietzsche encuentra a Prometeo son variados pero muy significativos, como también lo son los lugares en los que Prometeo parece haber esperado durante siglos a Nietzsche. Esta relación de tutela o inevitable dependencia queda, a nuestros ojos, como un feliz episodio del pensamiento y de las artes. Para finalizar, unas breves consideraciones sobre un rasgo capital de su pensamiento, la oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco, que ya hemos visto en este trabajo y que también está presente en el capítulo 9, que ha centrado estas observaciones (2004: 97): 


Quien comprenda el núcleo más íntimo de la leyenda de Prometeo –a saber, la necesidad del sacrilegio, impuesta al individuo de aspiraciones titánicas–, tendrá que sentir también a la vez lo no-apolíneo de esa concepción pesimista. [...] 

De tiempo en tiempo, la marea alta de lo dionisíaco vuelve a destruir todos aquellos pequeños círculos dentro de los cuales intentaba retener a los griegos la «voluntad» unilateralmente apolínea. Aquella marea súbitamente crecida de lo dionisíaco toma entonces sobre sus espaldas las pequeñas ondulaciones particulares que son los individuos, de igual manera que el hermano de Prometeo, el titán Atlas, tomó sobre las suyas la tierra. Ese afán titánico de llegar a ser, por así decirlo, el Atlas de todos los individuos y de llevarlos con anchas espaldas cada vez más alto y cada vez más lejos, es lo que hay de común entre lo prometeico y lo dionisíaco. Así considerado, el Prometeo de Esquilo es una máscara dionisíaca, mientras que con aquella profunda tendencia antes mencionada hacia la justicia Esquilo le da a entender al hombre inteligente que por parte de padre desciende de Apolo, dios de la individuación y de los límites de la justicia. Y de este modo la dualidad del Prometeo de Esquilo, su naturaleza a la vez dionisiaca y apolínea, podría ser expresada, en una fórmula conceptual, del modo siguiente: «Todo lo que existe es justo e injusto, y en ambos casos está igualmente justificado». ¡Ese es tu mundo! ¡Eso se llama un mundo! 


Esta línea de pensamiento conduce a una conclusión relevante, y es la dable asimilación que podemos establecer entre Prometeo y Dioniso o, más adecuadamente, entre Prometeo y una concepción dionisíaca de la existencia y del comportamiento. Esta asimilación, en la que el titán queda en forma de «acertada máscara de Dioniso» (Llinares 2005: 305), parece completarse al final de su vida. El siguiente párrafo ilustra muy bien este pensamiento, editado con otros fragmentos póstumos en 1974 (56-57):


Dionisio en contra del 'crucificado': aquí tienen la antítesis. No una diferencia en cuanto al martirio. Se trata solamente de que tiene un significado distinto. La vida misma, su eterna fecundidad y su eterno retorno determinan el sufrimiento, la destrucción, la necesidad de aniquilación. En el otro caso el dolor, el 'crucificado en cuanto inocente', valen como objeción a esta vida, como fórmula de su condenación. Se adivina que el problema es el sentido del dolor: si se trata de un sentido cristiano o de un sentido trágico. En el primer caso sería el camino que lleva a un ser beato, en el segundo al ser se le considera lo suficientemente beato para justificar aún una inmensidad de dolor. El hombre trágico acepta el dolor más duro: es lo suficientemente fuerte, rico y deificante para hacerlo. El cristiano niega hasta el destino más feliz en la tierra: es lo suficientemente débil, pobre y desheredado para padecer toda forma de vida. El 'Dios en la cruz' es una maldición para la vida, una exhortación a deshacerse de él. El Dionisio destrozado es una promesa para la vida: siempre volverá a nacer de la destrucción. 


Además de la asimilación dionisíaca, tan pertinente en un pensamiento dicotómico (en estas breves notas, se han mencionado las oposiciones entre Prometeo y Edipo, Esquilo y Sófocles, hombres y dioses, pasividad y actividad, Apolo y Dioniso o ario y semítico), el Prometeo con el que trata Nietszche es una hibridación entre el de Esquilo, incompleto, y el de Goethe, que recoge aquella incompletud pero no la finaliza. Lo que había quedado pendiente era llevar la heroicidad romántica hasta las últimas consecuencias: el superhombre, el crepúsculo de los dioses, la muerte de Dios. 

Para Nietzsche, Goethe hace lo que Esquilo no hizo y tampoco pudo haber hecho, porque el contexto cultural e histórico determina el pensamiento del hombre. Este pensamiento traza una diacronía con continuidades, rupturas, actualizaciones y una tirada inabarcable de variantes que van componiendo la historia de la humanidad. Nietzsche, que se vale de Prometeo para sus propósitos pero a su vez le devuelve al titán lo recibido, parte de la actualización que hace Goethe del personaje de Esquilo, realiza una mediación entre ambos y el superhéroe final queda, ahí mismo, a la vista de todos.

Comentarios


  • Grey Vimeo Icon
  • Grey Twitter Icon
  • Grey Instagram Icon

© 2014 por DA

bottom of page