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Sintaxis, semántica y pragmática

David Aller

Una panorámica de lingüística general debe dar cuenta, al menos, del mundo de la gramática y de los albores de la génesis gramatical. También debería ocuparse del desarrollo de teorías más recientes, como aquellas que gravitan en torno a una concepción estratificada –pragmática, semántica y sintaxis– y cuestionan la nuclearidad tradicional de la sintaxis, que ha venido imponiendo su alta alcurnia tanto en los estudios del lenguaje como en el acervo popular. A partir de un cuidado enfoque diacrónico, debemos recomponer el recorrido de las lenguas naturales, desde un inicio falible y fascinante hasta un presente hacedor de numerosos claroscuros. En este sentido, la mirada crítica puede centrarse en cuatro pilares fundamentales: la emergencia de la gramática, esto es, el tiempo en el que surge en la mente del hombre; el paso de un sistema holístico y telegráfico a un sistema predicativo, o, lo que es lo mismo, la aparición de predicadores léxicos que rigen la asignación de roles temáticos; la diferencia entre argumentos y adjuntos y el lugar categorial que ocupan en la pirámide predicativa; y, finalmente, las dos formas de enfocar el análisis gramatical, mediante el tratamiento unitario de las funciones pragmáticas, semánticas y sintácticas o mediante su individualización y análisis estratificado. Esta panorámica no se queda en la mera superficie, sino que, como veremos, apunta a algunas de las convenciones más arraigadas en la tradición gramatical, como la noción de que ser sujeto es importante. O que es, si cabe, lo más importante. En palabras de Halliday, «ser sujeto tiene que significar algo, porque ser sujeto no puede ser una función gramatical cuya única función es ser función gramatical». Parece que, en efecto, ser sujeto no es más que una convención. Una convención con repercusiones muy significativas.

Casi como una paradoja, uno de los aspectos de más actualidad en los estudios de gramática nos conduce a lo primero. Que la génesis y emergencia de los sistemas lingüísticos en el ser humano –y solo en él– continúe generando controversias, siglos y siglos después, puede explicarse tanto por la propia dificultad de rastrear aquello que está perdido y sin documentar, como por el interés particular de que esa explicación remita a una cosa –el catastrofismo y el innatismo– o a su contraria –la presión social y el uso–. Incluso los acérrimos generativistas consentirán que el desarrollo evolutivo del ser humano deviene, pasados los milenios, en un sofisticado sistema de comunicación entre personas. Las causas de ese desarrollo se pueden estudiar desde una perspectiva colectiva, que afecta al ser humano en su conjunto, pero también individual. Las peculiares propiedades de esta última permiten estudiarla in vivo, dado que operamos con materiales abundantes: día tras día nacen bebés que, al cabo de unos meses, mostrarán las primeras señales de intención comunicativa, y cuyas etapas –holística, telegráfica y predicativa– se irán superponiendo hasta la plena competencia. Dicho esto, la investigación colectiva o, mejor dicho, la que nos afecta como especie, es de difícil seguimiento en el tiempo: no podemos retrotraernos a un momento que nunca existió. El lenguaje fue desarrollándose durante miles de años y no hay un corte exacto en esa etapa en la que pudiésemos, en un viaje fascinante, observar su nacimiento. La medida del tiempo es insoportable para nuestro entendimiento: baste considerar que las primeras documentaciones de escritura, datadas hace 3000 años, ya muestran una gramática plenamente desarrollada. No obstante, pese a lo irrecuperable de aquella era en la que se fue conformando nuestra facultad lingüística, la ontogénesis puede aportar información decisiva. Además de explicar la adquisición de lenguas maternas, proporciona indicios de cómo pudo ser ese proceso histórico del que han resultado las más de siete mil lenguas documentadas en el orbe. La filogénesis, pese a ser lo primero, parece condenada a ser lo último en resolverse, al igual que sigue pendiente de explicación el motivo de ser de ese producto milagroso: desde los postulados generativistas, cuyo ímpetu toma la forma de un atajo que deja caer la responsabilidad en la biología, hasta la apertura de la lingüística a la psicología, en especial desde una perspectiva mentalista, que ha traído teorías que señalan un progresivo desarrollo del lenguaje motivado por el uso y, lo que es más significativo, como consecuencia del establecimiento de reglas y conductas sociales, como deudor de la lex.

Uno de los logros más significativos de la lingüística como ciencia emancipada ha consistido en describir y explicar el sistema de la lengua, los constituyentes abstractos o generales que permiten mantener ese complejo aparato en marcha: gramática es la palabra que da cabida a todos los fenómenos relacionados con el funcionamiento del lenguaje, y como procedimiento descriptivo lo estructura en niveles, categorías y unidades que, sincronizadas en boca de un hablante, conforman la expresión lingüística, el introito del acto comunicativo verbal. El descubrimiento de esas entrañas, en los albores del XX, sirvió no solo para describir algunas lenguas particulares, sino para establecer generalizaciones: todas las lenguas naturales disponen de gramática –a excepción de las lenguas de contacto provisionales–. Todas disponen de unas reglas y mecanismos que se aplican para que, con un número finito de elementos, se puedan construir infinitos enunciados. Pese a la variedad de dotaciones empleadas –de las que resultan lenguas sintéticas y analíticas, aglutinantes y aislantes, de orden rígido o libre, ergativas o acusativas, etc.–, todas comparten que en su amplio repertorio de voces se incluyen unas pocas, las llamadas vacías, funcionales o gramaticales, que permiten que todo el sistema funcione. Sin esas palabras cohesivas e integradoras solo obtendríamos un medio de comunicación telegráfico, que consistiría en la emisión de palabras léxicas aisladas y cuya única esperanza de ser comprendidas pasarían por darle, costase lo que costase, un sentido. Ese sentido es la pragmática. Y además es anterior a la formación de la primera unidad léxica, que una vez pronunciada solo podría haber cobrado significado, en aquel instante, gracias al refuerzo de marcas paraverbales –como la entonación– o de estrategias no verbales –como la mímica o el contacto visual–. Así, señalando con el dedo, podría transmitirse la información de quién realiza una acción y de quién la padece, porque no tendríamos recursos gramaticales –concordancias, marcas de caso, adposiciones– para señalar participantes. Lo más llamativo, tras milenios de progreso, es que esa manera genesíaca de comunicarse sigue vigente: son muchas las formas que empleamos para predicar sin predicadores, sin estructuras argumentales y sin marcos predicativos.

Parece evidente que, al principio, todo fue objeto. La dominancia cognitiva –o, lo que es lo mismo, la formación de una estructura mental que permitiese crear categorías primitivas– fue desarrollándose desde esa designación inicial de la que procede el sustantivo –designamos lo que vemos, lo concreto, lo material– hasta la necesidad de incluir a los participantes de la vida social. Estos participantes o actantes, ya sean vivos o inertes, configuran el marco predicativo, su semántica, y ese elenco de entidades señaladas y semantizadas establece relaciones de dependencia que determinan el lugar que ocupan en la expresión verbal: esto es la sintaxis, que al lado de la semántica se muestra cognitivamente borrosa. Del sustantivo a la predicación, aquello que se dice de aquello que se señala, hay todo un mundo de cambios. Las primeras lenguas, como los códigos prelingüísticos de los niños, consisten en voces que señalan objetos, voces referenciales que aspiran a lo concreto. Como esos objetos tienen vida –se mueven, se beben, se comen, sonríen y, en general, están sometidos a dinámicas cambiantes–, se va abriendo paso a la predicación. Esa intención de comunicar que las cosas hacen cosas es, ni más ni menos, que el llamamiento a establecer un papel semántico. Y un llamamiento es una pragmática. No parece osado afirmar que la pragmática es el motivo de ser de todas las lenguas naturales, que en su desarrollo propio e individual, sujetas a contaminaciones, muestran estructuras tan dispares que, sin embargo, las mantienen unidas por el mismo cordón umbilical: el uso.

Sobre este concepto del uso teoriza el funcionalismo para explicar el lenguaje: las lenguas naturales surgen de la necesidad de usarlas, del establecimiento de una pragmática consecuencia de la fundación de una sociedad, de una comunidad organizada. La complejidad lingüística discurre paralela a la social: se auxilian mutuamente y la actuación precede a la competencia. Esa funcionalidad de la lengua no solo se refiere a su valor como instrumento interpersonal, sino que el propio sistema puede desgranarse en diferentes categorías y funciones. De este modo, la gramática se desnuda y deja ver sus partes, sin ninguna de las cuales puede funcionar el sistema: pragmática, semántica y sintaxis. Esta última función –en cursiva dado su carácter polémico como función, ya que es mera marca–, tradicionalmente la más estudiada, facilita el entendimiento de los procesos internos de una lengua, sus relaciones y su materialización en expresiones verbales. La sintaxis resulta ser un estudio impecable, ideal, pero de esa cualidad absoluta deriva su mayor crisis: es una abstracción que, mediante un sistema de marcas, pretende dar cuenta de todas las estructuras lingüísticas, pero no logra explicar, por sí misma, en qué consisten. Para ello necesita a los otros dos niveles funcionales: el semántico, tan devaluado tantas veces, y el pragmático o informativo, que no obstante fue el primero que estudiaron los griegos. Para pena del estructuralismo, la abstracción de la sintaxis se agota y no consigue explicar el lenguaje. Esto puede verse con claridad cuando uno se pregunta en qué consiste ser sujeto, porque las respuestas más satisfactorias y plenas son, a su vez, las que no señalan a la sintaxis, sino a la semántica y, en menor medida, a la pragmática: ser sujeto es hacer algo, experimentarlo, padecerlo. Ser sujeto es predicar. Estas respuestas sirven para comprenderlo, pero son inciertas: ser sujeto es una formalidad, una abstracción, una marca artificial que indica una forma de relacionarse en el complejo oracional. Tristemente, ser sujeto no es más que una concordancia. Pero esta concordancia remite, en un nivel superior, a un significado. O, mejor dicho, a un satisfactorio abanico de significados: el que hace, el que recibe, el que experimenta, el que causa, etc. Y cada uno de ellos es, a su vez, parte de una función pragmática, a la que se llega sin necesidad de recurrir a las marcas o figuras sintácticas: lo viejo y lo nuevo, lo focalizado y lo no focalizado, el tópico y el comentario. Aquello que predica y aquello de lo que se predica. Estos planos actúan simultáneamente y no pueden, en el uso, separarse.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si la separación de sintaxis, semántica y pragmática es una formalidad cómoda, una estrategia útil para resolver problemas, o si bien son tres planos que, por actuar conjunta e indisolublemente, deben estar englobados y analizarse en un nivel único. Esta es una de las principales aportaciones recientes: la distinción entre un enfoque multifactorial y unitario –las tres combinadas– y uno multiestratificado y triádico –cada una por su cuenta–. La segunda perspectiva parece ser la más satisfactoria: permite, a través de la asignación de marcas a los constituyentes relacionales de una estructura predicativa, obtener su lugar en el marco predicativo; esto es, el rol que desempeña. Ese papel temático, como concepto, también admite una sintaxis; mediante una organización arbórea y jerarquizada, podemos describir y definir la semántica de las gramáticas en tres niveles: el más general o macro permite establecer generalizaciones, pero su rendimiento es escaso; el más específico, llamado micro, permite una descripción detallada de cada uso y contexto, pero su repertorio final alude a un acuerdo imposible; el nivel intermedio, llamado meso, es el más satisfactorio. Gracias a él podemos conocer el comportamiento de cada predicado: esto es, qué argumentos selecciona. O, lo que es lo mismo, qué requiere para conformar su plenitud léxica, su realización semántica. Estos argumentos son solamente tres; y, apurando, dos. Cada uno funciona como una entidad discreta con continuidad interior. El sujeto y el objeto directo son las entidades más nucleares en este proceso: un predicado que no sea avalente siempre va a seleccionar un sujeto para ser y, si no se basta por sí solo para predicar, un objeto para extenderse semánticamente sobre él. El objeto indirecto, con una tipología muy variada y en ocasiones periférico, es el más abierto y democrático: mantiene relaciones de intercambio con los adjuntos o satélites, con los elementos exteriores no exigidos por el verbo. Lo más fascinante es que, entre los tres, se producen trasferencias. Y esas transferencias tienen un solo responsable. O, en este caso, una única responsable: la sintaxis, de pronto revivida, si ya no como función, sí como solución instrumental indispensable.

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