Surrealismo y teatro
Todo el teatro no convencional o antiaristotélico parece tener en Alfred Jarry su primer brote. El surrealismo no escapa a esta especie de ley universal. Como primer precedente situamos a Ubú rey, pero también debemos considerar la vía abierta por el expresionismo, una maniobra de origen alemán que los movimientos vanguardistas no desaprovecharon. El expresionismo, punta de lanza, no solo cuestionó el naturalismo precedente, sino que rescató una serie de atributos históricamente marginados: la violencia, la oscuridad, el demonio, el inconsciente, las perversiones, las pesadillas, el morbo, etc. Los decorados expresionistas rompen con la tradición y se manifiestan en líneas sinuosas, nerviosas, ofreciendo un juego hipnótico de luces y sombras. Todos estos elementos serán considerados, desde entonces, recursos válidos para construir una narrativa escénica que desmonte siglos de inmovilismo teatral.
La fundación del nuevo teatro exigía un teatro vivo que rehuyese cualquier tentación de representar la realidad o de hacerla figurar. Se trataba de ir más allá, de estar por encima, de sobreponerse y ponerse a prueba, de explorarse. Y, dado que el del teatro no es el lenguaje donde el surrealismo se sentía más capaz, este teatro surgirá de la mano de la poesía surrealista, verdadera técnica desarrollada por el grupo francés. Esta poesía enloquecida señala a Guillaume Apollinaire, autor de Las tetas de Tiresias (1917), pieza clave del proceso. Es un trabajo anterior a la conformación del grupo pero ya nítidamente surrealista. A Apollinaire, de hecho, se debe el término con el que se nombrará al movimiento («drama surrealista»).
Junto a estas corrientes, la influencia más directa y que establece una doble dirección es la del teatro dadá. Las conexiones entre dadaísmo y surrealismo siguen siendo muy estudiadas. Muchas de las características de aquel teatro –ensayado de manera improvisada y con la intención de provocar al espectador– están presentes en el teatro surrealista, que podría caracterizarse por la evocación del subconsciente o de los períodos del sueño y por una significativa construcción sintáctica: ausencia del personaje tradicional; eliminación del rasgo psicológico convencional; escritura y lenguaje automáticos, libertad a la hora de crear el texto; escenas sueltas, sin coordinación, emulando la técnica del collage; humor, ironía, provocación, espontaneidad. Es un teatro que cuestiona todos los parámetros establecidos en la historia dramática y está abierto a la proposición de novedades. Cualquier innovación que vaya a favor de la superrealidad y del desmontaje del horizonte de expectativas del espectador será atendida. Es un teatro que se crea a medida que se va haciendo, que surge de manera abrupta, con el objetivo de dislocar.
Los intentos surrealistas europeos transcurrieron por una doble vía: por un lado, la corriente destructiva y negacionista liderada por el grupo de André Breton, que abocaron al fracaso los propósitos más canónicos y puristas de hallar un verdadero teatro surrealista, un teatro que para ellos era irrealizable; por otro lado, hubo corrientes de exploración no tan rígidas ni políticas, como la liderada por Artaud, que se vio abocado a una carrera en solitario que, no obstante, ha dejado una impronta descomunal en el teatro contemporáneo. Una impronta equiparable a la de otras periferias surrealistas, como la patafísica de Jarry, el teatro esperpéntico de Valle o las poéticas del absurdo. El surrealismo no ha logrado una capacidad de influencia semejante.
Este surrealismo teatral puede estudiarse desde la perspectiva textual y desde la escénica. Entendemos que existe un texto literario –surrealista– y una representación –surrealista– y que coinciden en sus objetivos –surrealistas–. La corriente surrealista del teatro textual tiene a Lorca como uno de sus máximos representantes, pero también a Roger Vitrac (Víctor o los niños en el poder), Raymond Roussel, Guillaume Apollinaire, Paul Claudel, Jean Giraudoux, Jean Cocteau o Jean Anouilh. A estos dramaturgos se unieron artistas plásticos como Picasso –que colaboró con Cocteau en el montaje de Antígona–, Matisse, Mondrian, De Chirico, Kandinsky, Goncharova o Miró, que se ocuparon de la escenografía y del diseño del vestuario.
Los caminos de Lorca y Dalí habrían de encontrarse de manera casi inevitable sobre el escenario. Las innovaciones escénicas del XX abrieron el teatro a un nuevo concepto en el que la pintura, la escultura, las artes plásticas y la iluminación daban pasos agigantados al frente. Lorca, tan curioso y atento a cuanto sucedía, tuvo a mano el trabajo de Jean Cocteau, cuyo Orfeo le abrió horizontes para la creación de sus grandes piezas contemporáneas, El público y Así que pasen cinco años. Esta apertura del poeta granadino al gran triunfador de las vanguardias, el surrealismo, quizá no podría darse sin Salvador Dalí mediante. No deja de ser significativo que la primera intervención surrealista de la obra de Lorca la ejecutase Dalí, que puso su carpintería a un texto tradicional como Mariana Pineda. Ese montaje, a cargo de Margarita Xirgu en 1927, es anterior a las incursiones surrealistas del poeta.